El Estado español está a un paso del colapso financiero. El principal responsable de esta situación es Mariano Rajoy, quien en lugar de cambiar el rumbo de la política económica tras su llegada a Moncloa hace seis meses, ha agravado la situación manteniendo una línea continuista y cometiendo enormes errores en la consecución del equilibrio presupuestario, las medidas para reactivar el crecimiento y la reestructuración de la banca.
El primer error garrafal llegó cuando el presidente mandó a Soraya Sáenz de Santamaría a anunciar el 30 de diciembre de 2011 una brutal subida de impuestos para reducir el déficit. La subida del IRPF fue tan fuerte que nos colocó a la cabeza de la represión fiscal en Europa, desincentivando enormemente el esfuerzo adicional de nuestros trabajadores más competitivos, que era una de las claves en las que confiar la recuperación. Junto al mazazo de la renta vino el subidón en el impuesto sobre el ahorro y la inversión, que el gobierno situó en el 27%, espantando a ahorradores e inversores, nacionales y extranjeros. La alternativa a este intento de tapar el déficit asfixiando a las personas que aún producían valor era plantearle a la ciudadanía que había funciones de las que hasta ahora se ocupaba el Estado que no eran fundamentales que serían traspasadas a la sociedad civil. Todo el mundo hubiera entendido ese recorte vertical con podadora. Sin embargo, Rajoy se empeñó en prometer que el Estado seguiría desarrollando todas sus funciones actuales y que el equilibrio se lograría combinando recortes horizontales con tijerillas de uña y enormes vueltas de tuerca impositivas.
Para reactivar el crecimiento el Gobierno se limitó a realizar una reforma laboral que, si bien iba en la dirección correcta, no permitió el descuelgue automático de los convenios colectivos, el gran generador de rigideces en nuestro mercado de trabajo. Más allá de este intento de llevarse bien con ángeles y demonios, el Gobierno confió el crecimiento económico a las ventanillas de redescuento del Banco Central Europeo y a la labor de unos emprendedores que no necesitan más subvenciones del ICO sino menos trabas para lanzar y desarrollar sus ideas de negocio. Alternativamente, el Gobierno debió acometer, además de una reforma laboral más ambiciosa, una verdadera poda de restricciones a la creación y al funcionamiento de las empresas que protegen a grupos privilegiados, una reducción de tasas e impuestos a la inversión y una liberalización completa pero sencilla y rápida de mercados tan variados como el educativo y el energético. España no crecerá si no genera valor a ojos de los demandantes del mercado global y eso no sucederá hasta que mejoremos nuestra competitividad.
Por último, al Gobierno le quedaba reestructurar el sector financiero y evitar una liquidación desordenada de bancos y cajas insolventes. Aquí el Ejecutivo optó también por el continuismo, elevando poco a poco las exigencias de fondos propios y esperando a ver si las numerosas entidades zombies del sector financiero lograban recapitalizarse soltando lastre al tiempo que seguían financiando al Estado y usando los bonos como colateral para obtener nuevos préstamos del BCE con los que nuevamente comprar bonos. La esperanza parecía estar puesta en que mientras tanto se presentara el Ángel de la Guarda a darle más valor a los activos tóxicos. Así llegó el día en el que la contabilidad creativa de algunos bancos no dio para más y el Gobierno se vio en la necesidad de rescatarles. Sin embargo, el Estado no tenía recursos para hacerlo, por lo que pidió a la Unión Europea que le rescate para él poder rescatar al sector financiero.
En esencia, el rescate anunciado el sábado pasado consiste en que Alemania y otros países le prestan a España el crédito y la liquidez que nuestro país ya no tiene. Esa liquidez sería inyectada en los bancos con problemas para dotarles de un capital con el que reestructurar la entidad. De este modo se evitaría una quiebra desordenada. Sin embargo, de nada sirve la liquidez europea si no se ha solucionado el problema del crecimiento ni el del gasto público. España debe ahora más dinero por un préstamo recibido en buenas condiciones –pero cuya devolución requiere de una mejoría de la economía– para rescatar a una banca que a su vez está rescatando al Estado. En otras palabras, hemos intentado solucionar un problema de hiperendeudamiento tirando de más deuda sin tener claro cómo vamos a devolver ese préstamo ni todo lo que nos han prestado antes.
La alternativa era llevar a cabo una reestructuración del sistema financiero al estilo de las que se realizan en el resto de los sectores empresariales: en lugar de rescatarlas desde fuera, hacerlo desde dentro y así no incrementar la losa de la deuda.
El Gobierno podía haber exigido un canje de bonos y deuda de alto riesgo por acciones. Así, parte de la deuda de los acreedores de las instituciones financieras que están al borde de la quiebra se hubiera hubiera convertido en fondos propios de la entidad, saneando el balance sin afectar negativamente a la deuda pública ni al ráting y dejando a las instituciones en condiciones de reanudar sus labores crediticias.
Apenas cuatro días después del no-rescate que desató la euforia entre los prestidigitadores de palacio, las agencias crediticias rebajan la calificación del Reino de España a un paso del bono basura y el rendimiento del bono toca el insoportable nivel del 7%, con un diferencial de 550 puntos básicos frente al bono alemán. Tras el no-rescate, que según De Guindos no era más que una generosa ayuda por la que debíamos dar botes de alegría y aplaudir con las orejas, España se encuentra al borde del colapso financiero, una situación que no puede entenderse sin los errores de Rajoy y su equipo. La nota positiva en medio de este oscuro panorama es que quizá aún estemos a tiempo de recapitalizar la banca con cargo a sus propios medios, liberalizar de un plumazo gran parte de la economía y recortar verticalmente el gasto público en un gran ejercicio de rediseño del Estado. Eso o la quiebra. Rajoy elige.
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