El vasco que humilló a los ingleses por Artuto Pérez-Reverte‏

Hace doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse, tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de Espartero.

La vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos. Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12 fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y 39.000 hombres. Que se dice pronto.

He visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito. Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto. Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas, y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete.

Blas de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso.

Presión fiscal y esfuerzo fiscal por Francisco Cabrillo‏

Si algo bueno han tenido las desafortunadas declaraciones del sr. Blanco sobre la conveniencia de subir otra vez los impuestos en nuestro país, ha sido haber provocado una fuerte reacción crítica en gran parte de la población.

El español medio no entiende mucho de hacienda pública, pero se ha dado cuenta de que las palabras del ministro no sólo son una forma de preparar una nueva vuelta de tuerca a su ya maltrecha economía, sino también una auténtica tomadura de pelo. Y mal está cada una de estas ofensas en sí misma; pero las dos juntas parecen demasiado, incluso para ciudadanos tan pacíficos y domesticados como somos los españoles desde hace ya bastantes años

La idea de Blanco es tan vieja como difícil de sostener hoy con un mínimo de honradez intelectual.

Aquellos lectores que ya tengan algunos años recordarán, sin duda, el proceso que nos llevó de ser un país con relativamente poco gasto público, en el que se pagaban relativamente pocos impuestos y en el que la deuda pública tenía unas dimensiones muy pequeñas –en la década de 1970– a convertirnos en una nación “europea”, unos años después, con una elevada presión fiscal, un aumento muy significativo de la deuda y un espectacular crecimiento del peso del sector público en la economía sin parangón en la historia económica del mundo occidental.

Complejo de inferioridad

Siempre he pensado que la obsesión de los españoles por ser “europeos” refleja un complejo de inferioridad bastante lamentable; y la verdad es que, por más años que transcurran, parece que somos incapaces de superarlo. En los años 80 nuestros gobernantes contemplaban así con admiración el hecho de que Francia, Holanda o Alemania tuvieran sectores públicos mucho más grandes que el nuestro. Y, en el colmo de la ingenuidad, más de uno llegó a afirmar que, si el objetivo era alcanzar un nivel de vida similar al de estas naciones, nuestros impuestos y nuestro sector público deberían ser cada vez más parecidos a los suyos. Por absurda que resulte, la idea sigue viva en España.

Han transcurrido ya algunos años desde la última ampliación de la Unión Europea y podemos analizar cómo los nuevos miembros se han enfrentado al mismo problema que se nos presentó a nosotros hace ya más de veinticinco años. Son varias las naciones que han entrado en la Unión y sus formas de entender los temas fiscales son, naturalmente, muy diversas.

Ventaja competitiva

Pero resulta reconfortante comprobar que no todos han caído en el simplismo de intentar elevar su gasto público o sus impuestos para tratar de parecerse un poco más a Francia o a Alemania. Su estrategia ha sido, en cambio, utilizar la ventaja competitiva, a escala internacional, que les supone una menor carga fiscal para sus ciudadanos y sus empresas; y, de forma paralela, eliminar muchas de las restricciones que a la actividad económica suponen regulaciones excesivas de algunos mercados, en especial el de trabajo.

Pero resulta, además, que ni siquiera es cierto que en España la carga fiscal que soportan los contribuyentes sea pequeña, como han puesto de manifiesto en estos días numerosos especialistas, que incluyen desde catedráticos de hacienda a organismos internacionales, pasando por los propios funcionarios de la agencia tributaria. Al margen de que los datos se presenten de una forma más o menos sesgada, en los cálculos de este gobierno parece olvidarse una cuestión que es básica para quien dice creer en la conveniencia de la progresividad del sistema tributario.

Cuando el sr. Blanco compara la hacienda española con las de otros países olvida que nuestro país tiene una renta per capita bastante más reducida que la de Alemania, Holanda o Francia; y que, si alguien cree en los impuestos progresivos, lo hace porque piensa que un determinado nivel de presión fiscal –medido como el cociente de dividir el gasto público o la recaudación por impuestos por el producto interior bruto– no tiene los mismos costes en términos de bienestar para rentas diferentes.

Lo mismo que –se afirma– un tipo de gravamen de, por ejemplo, el 30% en el impuestos sobre la renta supone una carga mayor para quien tiene unos ingresos de 40.000 euros que para quien los tiene de 60.000, aunque éste último pague, en términos absolutos, una cantidad mayor.

En otras palabras, si queremos estimar la carga, en términos de la pérdida de bienestar de loscontribuyentes de un determinado país, el “esfuerzo fiscal” –es decir, la presión fiscal ponderada por el nivel de renta per capita de dicho país– es una medida más adecuada que la presión fiscal. Y cualquier cálculo elemental demuestra que el esfuerzo fiscal que realizamos hoy los españoles es significativamente más elevado que el que soportan, por ejemplo, esos alemanes a los que algunos ponen de ejemplo.

Parece increíble que haya que seguir insistiendo en esta idea, pero hay que decir que la solución del déficit público no pasa por subir otra vez los impuestos. Y mucho menos en un país en el que esta mala costumbre parece haberse institucionalizado desde hace algunos años, con resultados que están a la vista de todos.

Mezquitas por Jon Juaristi‏

El proyecto de mezquita en la Zona Cero no es cuestión de libertad religiosa, sino de tolerancia a la provocación

HE visto mezquitas en Damasco, en Kairuán, en Beirut, en el Cairo, en Estambul, en Rabat. Y en Jerusalén, por supuesto: plantada una frente al Santo Sepulcro. Conozco cientos de mezquitas. Paso diariamente ante una de Madrid. Trato de no ver en ellas un signo de amenaza, de peligro, como no lo veo en los templos cristianos ni hindúes, ni shinto ni budistas, ni —sobra en mi caso decirlo— en las sinagogas.

En Nueva York he conocido incluso templos polivalentes. Hay uno, en Manhattan, que es sinagoga reformista los sábados y templo metodista los domingos: un enorme estor cubre la cruz desnuda en la pared del fondo durante las ceremonias judías. La escasez de suelo o simplemente de edificios impone a veces dobles o triples funciones a un mismo espacio, como aquellos bares de las películas del oeste que se transformaban en tribunales de justicia cuando hacía falta, pero lo de la polivalencia religiosa sólo lo he visto en Nueva York, que es la ciudad más tolerante del planeta. Aunque no me extrañaría que en otras partes hubiera casos semejantes de simbiosis espacial entre judaísmo reformista y metodismo, porque sus templos no son recintos sagrados, sino lugares de asamblea, de reunión de la comunidad, que es el sentido original de las palabras sinagoga e iglesia.

Trato de no sentirme intranquilo ante las mezquitas, incluso cuando sé que muchas de ellas sirven para que imames enloquecidos propaguen el odio a occidente. Me digo que también he oído siniestras burradas en iglesias católicas de mi tierra vasca y he asistido a alguna bronca en sinagogas americanas, cuando el rabino de turno proponía, por ejemplo, campañas de apoyo a Lori Berenson, la chica judía encarcelada en Perú por delitos de terrorismo, a la van a enchironar de nuevo tras una excarcelación precipitada a lo De Juana Chaos. Me intento persuadir de que no todos los musulmanes son como los chiítas iraníes que ahorcan homosexuales, como los talibanes que matan mujeres a pedradas después de torturarlas, como la gazana que asegura que educará a su hijo, recién salvado de una grave dolencia gracias a un filántropo judío que corrió con los gastos médicos, para que se inmole masacrando israelíes. Quiero convencerme de que la mayoría de los creyentes del islam son gentes amables, pacíficas y respetuosas con los que siguen otra fe o no siguen fe alguna. Me gustaría admirar sin prevenciones ni mala conciencia su civilización, su magnífica literatura (Corán incluido) que he estudiado con todo el interés y cariño posible en un profano en sus filologías. Y con nadie he estado más de acuerdo que con un viejo sufí sirio que me dijo una vez: «Alá no entiende de religiones».

Me esfuerzo en verle al islam aspectos positivos, y viene esta incalificable grosería del proyecto de una mezquita en la Zona Cero, y compruebo que, en el vasto número de la umma, sólo se alzan en contra las voces escandalizadas e inaudibles de un pequeñísimo puñado de musulmanes que, eso sí, comprenden mejor que Obama que el asunto no va de libertad religiosa sino de apuntarse un tanto escarneciendo a la América infiel. Veo lo poco que representan, y se me caen los palos del sombrajo y los minaretes de mis ingenuidades.

Peak Everything by Ronald Bailey‏

Forget peak oil. What about peak lithium, peak neodymium, and peak phosphorous?

When you really need something, it’s natural to worry about running out of it. Peak oil, the notion that global petroleum production will top out and then begin to decline permanently, has been a global preoccupation since the 1970s, and the warnings get louder with each passing year. Environmentalists want to put limits on the consumption of fossil fuels, but they haven’t been very successful in encouraging people to consume less energy, even with the force of law at their backs.

But maybe they’re going about it all wrong, looking for solutions in the wrong places. Lucas Bretschger, an economist at the Swiss Federal Institute of Technology, and Sjak Smulders, an economist at Tillburg University, argue that we shouldn’t focus directly on preserving the resources we already have. In a 2003 article for the Italian think tank Fondazione Eni Enrico Mattei, they instead ask, “Is it realistic to predict that knowledge accumulation is so powerful as to outweigh the physical limits of physical capital services and the limited substitution possibilities for natural resources?” In other words, can increases in scientific knowledge and technological innovation overcome any limitations on economic growth imposed by the depletion of nonrenewable resources?

The debate over peak oil is heavily politicized, so let’s set it aside and test the idea of imminent resource peaks and their consequences for economic growth on three other nonrenewable resources: lithium, neodymium, and phosphorus.

Peak lithium. Lithium is the element at the heart of the electric car revolution that green energy enthusiasts are trying so hard to foment. For example, the Chevy Volt, scheduled to be at dealers this fall, will be energized by 400 pounds of lithium-ion batteries, plus a gasoline engine to produce electricity to extend the car’s range of travel once the batteries are drained.

In 2007 William Tahil, an analyst with the France-based consultancy Meridian International Research, issued a report that concluded there is “insufficient economically recoverable lithium available in the Earth’s crust to sustain electric vehicle manufacture in the volumes required.” Tahil added, “Depletion rates would exceed current oil depletion rates and switch dependency from one diminishing resource to another.”

Not everyone agrees with Tahil’s peak lithium prognostications. Geologist R. Keith Evans, who has long been involved in the lithium industry, issued a rebuttal arguing that lithium resources are much higher than estimated by Tahil. Evans also asserts that as prices rise other sources of lithium will become economical. And lithium prices have indeed been increasing. But for the sake of argument, let’s assume we are “running out” of lithium. Then what?

Even Tahil’s original report noted that there were alternative battery technologies in the works, approaches to use more common substances instead of lithium. The Swiss company ReVolt Technology, for example, is developing rechargeable zinc-air batteries that hold four times as much charge as lithium-ion batteries and cost half as much. Fluidic Energy a tech startup in Arizona, claims it can develop a metal-air battery that will hold 11 times the charge of the best lithium-ion batteries for less than a third of the cost. A car running on such batteries would have a range of 400 to 500 miles on a single charge. In addition to being far more available, the materials could be fairly easily recycled.

Peak neodymium. Neodymium is a rare-earth metal used extensively to produce permanent magnets found in everything from computer magnetic disk drives and cell phones to wind turbines and automobiles. The magnets that drive a Prius hybrid’s electric motor use more than two pounds of neodymium. Neodymium magnets were invented in the 1980s in response to the global cobalt supply shock that occurred as a result of internal warfare in Zaire. Because China can produce the material more cheaply than any other country in the world, that nation is now the source of 95 percent of the world’s neodymium. China’s government recently warned that it would begin restricting exports of neodymium and other rare-earth metals to ensure supplies for its own manufacturers.

In March, Rep. Mike Coffman (R-Colo.) introduced the Rare Earth Supply-Chain Technology and Resource Transformation (RESTART) Act of 2010. The RESTART Act would offer federal loan guarantees to mining and refining companies to recreate in five years a domestic rare-earth minerals industry, achieving a kind of rare-earth minerals independence.

But there are alternatives to industrial policy. If neodymium supplies really are a problem, there may be a technical fix. For example, Chorus Motors has invented and developed an improved AC induction motor that supplies the energy needed to accelerate hybrid or electric vehicles without neodymium magnets. If this technology is widely adopted, it would free up neodymium supplies for other uses and reduce the metal’s price.

Peak phosphorus. In the 1840s, scientists discovered that plants need the element phosphorus to grow. The phosphorus fertilizer industry grew rapidly, at first by exploiting vast deposits of seabird guano left on oceanic islands. Today phosphate rocks are mined to produce the fertilizer, which is essential to modern agriculture. According to Global Phosphorus Research Initiative (GPRI), a collaboration between independent research institutes in Europe, Australia, and North America, known phosphorus reserves could be depleted within the next 50 to 100 years. The April 2010 issue of Foreign Policy ominously warned that failing to meet the challenge of “peak phosphorus” would mean that “humanity faces a Malthusian trap of widespread famine on a scale that we have not yet experienced.”

But unlike petroleum or natural gas, phosphorus, an element, is not destroyed when it’s used. So it could be recovered and recycled. The GPRI points out that the phosphorus in just one person’s urine would be close to the amount needed to fertilize the food supply for one person. So why not recycle urine?

NoMix toilets keep urine separate from solid wastes, allowing phosphorus and nitrogen to be recovered and used as fertilizer. Furthermore, biotechnologists are exploring ways to dramatically increase the efficiency with which crops use phosphorus, which would reduce the amount of fertilizer needed to grow a given amount of food.

“Every generation has perceived the limits to growth that finite resources and undesirable side effects would pose if no new recipes or ideas were discovered,” the Stanford economist Paul Romer writes in The Concise Encyclopedia of Economics. “And every generation has underestimated the potential for finding new recipes and ideas. We consistently fail to grasp how many ideas remain to be discovered. The difficulty is the same one we have with compounding: possibilities do not merely add up; they multiply.” The production of some physical resources may peak, but there is no sign that human creativity is about to do anything of the kind.

Science Correspondent Ronald Bailey (rbailey@reason.com) is the author of Liberation Biology: The Scientific and Moral Case for the Biotech Revolution (Prometheus).

Austrian Economics and the Secondary Literature by Peter Boettke‏

Let me confess something as I begin this post, I am a historian of economic thought. It is one of my main areas of professional specialization. It has been listed on my CV since the 1980s and I have taught courses in the field, published in the journals in the field, and attended the professional meetings in the field just as long. I am a contributor to the "secondary literature" on Mises, on Hayek, on Kirzner, on Buchanan, on Boulding, on the Ostroms, etc. I obviously view history of economic thought as a worthy professional endeavor.

But I also think this is the #1 problem with modern Austrian economics --- both internal and external perspectives on it. Those working in the area view their work as part of a secondary literature providing commentary on the works of Menger, Mises, Hayek, Rothbard, Kirzner, Lachmann, etc. The question that should be raised is, Did Mises think of himself as part of a secondary literature on the works of Menger and Bohm-Bawerk? The answer is clear; No, he did not. Mises saw himself as part of a primary literature on economics. How about Murray Rothbard? Didn't he start his career off by trying to straighten people out on what Mises said? Again the answer is clear; Yes, but he also saw himself as contributing to the primary literature in economics (and politics, and philosophy, and history). Pete Leeson's 10 Austrian Vices and How to Avoid Them probably captures the mind-set required.

A living school of thought is not judged on the quality of its commentary on previous thinkers; it is judged on how its ideas can address current problems and push forward new ideas that are attractive for a new age. Intellectual history proper contextualizes ideas in their past circumstances to clarify them. While I am an advocate of the contra-whig perspective that sees the evolutionary potential in the history of ideas for contemporary theory construction. The bottom line is that for the Austrian school to move from being primarily backward looking to being viewed as a progressive research program in contemporary economics and political economy the focus has to shift from people to propositions; from historical settings in the evolution of ideas to contemporary problem solving in the realm of theory, application, and policy.

This problem is recently seen in the otherwise laudable effort of Eamonn Butler to provide a primer on Austrian economics. See the discussion at The Filter on this point. Butler's heart and mind are in the right place. He is a clear writer and he has a clear understanding of the basic contributions that Austrian school of economic thought made both during the founding neoclassical period (1870s-1990), the alternative within the mainstream of economic thought period (1900-1940s), and the outside of the mainstream of economic thought period (1950-1980). And, the Austrian school has a lot to offer that is relevant for addressing the issues of our time.

But if Butler's picture of a "primer' were right, then contemporary graduate students in economics would not have much promise of a career in the economics profession. And the economists of the Austrian school would not have much value to offer in addressing the problems of the contemporary world other than pointing backward. Surely there must be continual scientific advance in the research program if a school of thought is going to judged a viable alternative in the scientific community. Knowledge in economics does not just stop with the classic statements of 1948 or 1949, or 1962 or 1973, let alone 1931 or 1940. Didn't those works in 1980s, or 1990s, or 2000s contribute anything to the further development of the Austrian school of economics just as the works of 1948 and 1949 didn't just restate the classic works of 1871 or 1881, or 1890? If not, then shouldn't the modern Austrian school and its thinkers be ashamed of themselves for wasting time and money these past 40 years?

I know that Butler's effort was not intended for graduate students and aspiring professional economists. It was intended for laymen and beginning students. The Austrian school of economics, he is telling his audience, has much to offer that will explain our current situation better than the existing schools of economic thought. And I believe he is right. I also think Adam Smith and J. B. Say can tell us more about the current situation than much of what passes as economic analysis today. (Read the letters between Say and Malthus as a good start) I am in great sympathy with Butler's intentions, and the truth-content of what he is saying. And, let me be clear, I recommend that individuals read this primer and track back to the classic works. But I also think that if all that the modern Austrian school has done since 1974 is making it easier for people to understand what Mises wrote in 1949, or what Hayek wrote in the 1930s concerning business cycles, or what Rothbard wrote about monopoly in 1962 or what Kirzner wrote about entrepreneurship in 1973, then the cost and intellectual time would have been better spent on some other activity than the training of a generation or two of students to become economists and economics professors.

Economics is not literary criticism, despite having aspects of its work which could be so described. Economics is a science that must continually tackle problems in the world. The contemporary economist is a problem solver, and to the extent he/she is a follower of a school of thought it is because the ideas and concepts associated with that school help them in their quest to address those pressing problems about the operation of the economic system. Simply put, we are trying to understand the economic forces at work not on a blackboard, but instead in recorded human history and contemporary economic life. Economic theory (sometimes usefully developed on a blackboard, but not always) is the essential tool in that endeavor. If Austrian economics is to be an attractive set of ideas for the new generation, then it must be continually refining the essential tools for understanding the human condition. It must, in short, be a live body of economic theory development. The learning curve in economics must be upward sloping, if it is flat we are not improving, if it is declining, well that is really bad.

Just as Mises didn't just restate Menger, and Rothbard didn't just restate Mises, our efforts cannot be merely to restate and make more widely known and available the work of Menger, Mises, Hayek, Rothbard, and Kirzner. If that is all we current "Austrians" are doing, then perhaps it is a worthy business to be in, but what it isn't is being in the business of being an economist, and our value to the current discussion among economists about how to address contemporary problems will correctly be judged as dubious at best.

Pete's list of Austrian vices and how to avoid them should be read and discussed seriously (real names only no anonymous bs and/or pseudonyms permitted). It ain't a perfect statement, but it is a lot better understanding of the role that Austrian economics has to play in the intellectual activity of an aspiring economist than those that stress the secondary literature.