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Adelanto de Los ángeles que llevamos dentro, de Steven Pinker

El Cultural.

Este libro versa sobre lo que acaso sea lo más importante que haya acontecido jamás en la historia humana. Aunque parezca mentira -y la mayoría de la gente no lo crea-, la violencia ha descendido durante prolongados períodos de tiempo, y en la actualidad quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie. Esta disminución, por cierto, no carece de complicaciones, puesto que no ha conseguido llevar la violencia al nivel cero ni garantiza que la violencia continúe disminuyendo en adelante. Sin embargo, desde los enfrentamientos bélicos hasta las zurras a los niños ha habido un avance inequívoco, palpable en escalas de milenios a años. 

El retroceso de la violencia afecta a todos los aspectos de la vida. La existencia diaria es muy distinta si hemos de estar siempre preocupados por si nos raptarán, violarán o matarán, y es difícil promover o desarrollar artes sofisticadas, centros de aprendizaje o comercio si las instituciones pertinentes son saqueadas e incendiadas poco después de haber sido construidas. 

La trayectoria histórica de la violencia afecta no sólo a cómo se vive la vida sino también a cómo se entiende la vida. Para nuestra idea de significado y finalidad, lo esencial sería saber si los esfuerzos de la especie humana durante largos períodos de tiempo nos han hecho mejores o peores. Concretamente, ¿cómo vamos a conseguir que cobre sentido la modernidad de la erosión de la familia, la tribu, la tradición y la religión producida por las fuerzas del individualismo, el cosmopolitismo, la razón y la ciencia? En buena medida depende de cómo entendamos el legado de esta transición: si vemos el mundo como una pesadilla de crímenes, terrorismo, genocidios y guerras, o como un período que, con arreglo a los estándares históricos, está bendecido por niveles inauditos de coexistencia pacífica. 

La cuestión de si el signo aritmético de las tendencias en la violencia es positivo o negativo también tiene que ver con nuestra concepción de la naturaleza humana. Aunque diversas teorías de la naturaleza humana arraigadas en la biología suelen estar asociadas al fatalismo respecto a la violencia, y aunque la teoría de que la mente es una pizarra en blanco está a mi juicio es al revés. ¿Cómo vamos a entender el estado natural de la vida cuando apareció nuestra especie y dieron comienzo los procesos de la historia? La creencia de que la violencia ha aumentado sugiere que el mundo que hemos construido nos ha contaminado, quizá de manera irreparable. La idea de que la violencia ha disminuido sugiere que empezamos fatal y que los artificios de la civilización nos han conducido en una dirección noble, en la que ojalá continuemos. 

Es éste un libro voluminoso, pero no hay más remedio. Primero debo convencer al lector de que la violencia ha descendido realmente en el transcurso de la historia, sabiendo que la idea misma invita al escepticismo, la incredulidad y a veces, incluso, al enfado. Nuestras facultades cognitivas nos predisponen a creer que vivimos en una época violenta, en especial cuando son avivadas por medios que siguen la consigna: «Si hay sangre, muéstralo». La mente humana tiende a calcular la probabilidad de un acontecimiento a partir de la facilidad con que puede recordar ejemplos, y las escenas de carnicerías tienen más probabilidades de llegar a los hogares y grabarse en la mente de sus habitantes que las secuencias de personas que mueren de viejas. Con independencia de lo pequeño que sea el porcentaje de muertes violentas, en números absolutos siempre habrá las suficientes para llenar el telediario de la noche, de modo que la impresión de la gente respecto de la violencia no se corresponderá con las proporciones reales de dicha violencia. 

La psicología moral también distorsiona nuestro sentido del peligro. Nadie ha reclutado jamás activistas para una causa que anuncie que las cosas están mejorando, y a los portadores de buenas noticias a menudo se les aconseja que mantengan la boca cerrada, no vaya a ser que la gente se confíe y caiga en la autocomplacencia. Asimismo, buena parte de nuestra cultura se resiste a admitir que pueda haber algo bueno en la civilización, la modernidad y la sociedad occidental. Pero quizá la principal causa de la impresión de la omnipresente violencia surge de una de las fuerzas que inicialmente la hicieron descender. La disminución de la conducta violenta ha ido en paralelo con el declive de las actitudes que toleran o glorifican la violencia, y a menudo las actitudes van a la cabeza. Según los criterios de las atrocidades masivas de la historia humana, la inyección letal a un asesino en Texas o un crimen por discriminación en el que un miembro de una minoría étnica es intimidado por vándalos, es un asunto bastante leve. Pero desde una posición estratégica contemporánea, lo vemos como signos de lo bajo que puede caer nuestra conducta y no de lo alto que pueden haber llegado nuestros estándares. 

Pese a las ideas preconcebidas, deberé convencer al lector de mis afirmaciones con cifras, que extraeré de conjuntos de datos disponibles y que representaré en gráficas. En cada caso explicaré de dónde proceden y haré todo lo que pueda para interpretar cómo encajan en la historia de la evolución de la violencia. El problema que me he propuesto entender es la reducción de la violencia en diversas escalas: la familia, el barrio, entre tribus y otras facciones armadas, y entre países y estados importantes. Si la historia de la violencia en cada nivel específico tuviera una trayectoria idiosincrásica, cada una pertenecería a un libro aparte. Pero para mi gran y reiterado asombro, las tendencias globales en casi todos los casos, vistos desde la posición ventajosa del presente, apuntan a la baja. Esto requiere documentar las diversas tendencias entre un simple par de portadas y buscar elementos comunes en cuándo, cómo y por qué ha sucedido. 

Espero convencer al lector de que demasiadas clases de violencia se han movido en la misma dirección para que todo sea una mera coincidencia, lo cual a mi juicio exige una explicación. Es natural contar la historia de la violencia como una saga moral -una heroica lucha de la justicia contra el mal-, pero éste no es mi punto de partida. Mi enfoque es científico en el sentido mplio de buscar razones de por qué pasan las cosas. Quizá descubramos que un avance concreto en la paz se debió a emprendedores morales y sus acciones. Pero tal vez descubramos también que la explicación es más prosaica, como un cambio en la tecnología, el gobierno, el comercio o el conocimiento. Tampoco podemos entender el descenso de la violencia como una fuerza imparable del progreso que está conduciéndonos a un punto omega de paz perfecta. Es un conjunto de tendencias estadísticas en la conducta de grupos de seres humanos de diversas épocas, y como tal pide una explicación en función de la psicología y la historia: cómo la mente humana afronta circunstancias cambiantes. 

Una parte amplia del libro explora la psicología de la violencia y la no violencia. La teoría de la mente que invocaré es una síntesis de ciencia cognitiva, neurociencia afectiva y cognitiva, psicología social y evolutiva, y otras ciencias de la naturaleza humana que examiné en Cómo funciona la mente, La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana y The Stuff of Thought. Según esta concepción, la mente es un sistema complejo de facultades emocionales y cognitivas puesto en marcha en el cerebro, que debe su diseño básico a los procesos de la evolución. Algunas de estas facultades nos predisponen a diversas clases de violencia. Otras -«los mejores ángeles de nuestra naturaleza», en palabras de Abraham Lincoln- nos predisponen a la cooperación y la paz. Para explicar el descenso de la violencia hemos de identificar los cambios en el medio cultural y material que han dado ventaja a nuestra tendencia pacífica. 

Por último, necesito mostrar cómo nuestra historia se ha imbricado con nuestra psicología. En los asuntos humanos, todo está conectado con todo, lo cual es especialmente cierto si hablamos de violencia. A lo largo del tiempo y el espacio, las sociedades más pacíficas también suelen ser más ricas, sanas y cultas, estar mejor gobernadas, respetar más a las mujeres y practicar más el comercio. No es fácil decir cuál de estos rasgos felices inició el círculo virtuoso y cuál se incorporó sin tener un papel importante, y es tentador resignarse a circularidades insatisfactorias, como que la violencia disminuyó porque la cultura se volvió menos violenta. Los científicos sociales distinguen las variables «endógenas» -las de dentro del sistema, donde acaso se vean afectadas por los mismos fenómenos que están intentando explicar- de las «exógenas» -las que se ponen en movimiento debido a fuerzas externas-. Las fuerzas exógenas pueden tener su origen en el terreno práctico, como los cambios en la tecnología, la demografía o los mecanismos del comercio y el gobierno. Pero también pueden originarse en el terreno intelectual, a medida que ideas nuevas se conciben, difunden y adquieren vida propia. La explicación más satisfactoria de un cambio histórico es la que identifica un desencadenante exógeno. Partiendo de los datos, intentaré identificar fuerzas exógenas que se han engranado con nuestras facultades mentales de diversas maneras en distintos momentos y que, al parecer, han generado descensos en los niveles de violencia. 

Los análisis que tratan de justificar estas cuestiones dan como resultado un libro grande -lo bastante grande para que no estropee la historia si anticipo las principales conclusiones-. Los ángeles que llevamos dentro es un relato de seis tendencias, cinco demonios interiores, cuatro ángeles y cinco fuerzas históricas. 

Seis tendencias (capítulos 2 al 7). Para dar cierta coherencia a los muchos avances que componen el repliegue de nuestra especie con respecto a la violencia, los agrupo en seis tendencias principales. 

La primera, que tuvo lugar en la escala de los milenios, fue la transición desde la anarquía de la caza, la recolección y las sociedades hortícolas -en las que nuestra especie pasó la mayor parte de su historia evolutiva- hasta las primeras civilizaciones agrícolas con ciudades y gobiernos, que comenzaron hace unos cinco mil años. Este cambio fue acompañado por una disminución de las incursiones y las contiendas que caracterizaban la vida en un estado natural y por un descenso, más o menos a la quinta parte, en los índices de muertes violentas. A esta imposición de la paz la denomino «proceso de pacificación». 

La segunda transición abarcó más de medio milenio, y donde está mejor documentada es en Europa. Entre finales de la Edad Media y el siglo xx, los países europeos asistieron a una disminución, entre diez y quince veces, de sus índices de homicidios. En su obra clásica El proceso de la civilización, el sociólogo Norbert Elias atribuía este sorprendente descenso a la consolidación de un patchwork de territorios feudales en grandes reinos con una autoridad centralizada y una infraestructura comercial. Con un gesto de asentimiento a Elias, llamo a esta tendencia «proceso de civilización». 

La tercera transición se extendió en la escala de los siglos, y se inició en torno a la Era de la Razón y la política de la Ilustración europea en los siglos xvii y xviii (aunque había habido antecedentes en la Grecia clásica y el Renacimiento, y paralelismos en otras partes del mundo). Se produjeron entonces los primeros movimientos organizados para abolir formas de violencia socialmente toleradas, como el despotismo, la esclavitud, los duelos, la tortura judicial, las matanzas supersticiosas, el castigo sádico y la crueldad con los animales, junto con los primeros indicios de pacifismo sistemático. A veces los historiadores denominan «revolución humanitaria» a esta transición. 

La cuarta transición importante tuvo lugar al acabar la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, las dos terceras partes de un siglo han sido testigos de un avance sin precedentes históricos: las grandes potencias y los países desarrollados en general han dejado de librar guerras entre sí. A esta situación bienaventurada los historiadores la han denominado la «larga paz». 

La quinta tendencia también tiene que ver con los combates armados, pero es más indirecta. Aunque a los lectores de noticias quizá les cueste creerlo, desde el final de la Guerra Fría en 1989 han disminuido en todo el mundo los conflictos organizados de toda clase: guerras civiles, genocidios, represión a cargo de gobiernos autocráticos y atentados terroristas. Como reconocimiento al carácter provisional de este feliz avance, lo llamaré la «nueva paz». 

Finalmente, después de la Segunda Guerra Mundial, en la posguerra inaugurada simbólicamente por la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, ha crecido la aversión a la agresión a escalas más pequeñas, incluyendo la violencia contra minorías étnicas, mujeres, niños, homosexuales y animales. Estos productos derivados del concepto de derechos humanos -derechos civiles, derechos de las mujeres, derechos de los niños, derechos de los gais y derechos de los animales- se reafirmaron en una sucesión de movimientos, desde finales de la década de 1950 hasta la actualidad, que denominaré las «revoluciones por los derechos». 

Cinco demonios interiores (capítulo 8). Muchas personas creen implícitamente en la «teoría hidráulica de la violencia»: los seres humanos albergan un impulso interno hacia la agresividad (instinto de muerte o sed de sangre), que crece dentro de nosotros y que, de vez en cuando, debe ser liberado. Nada podría estar más lejos de un conocimiento científico contemporáneo de la psicología de la violencia. La agresividad no es un impulso único, no digamos ya un impulso creciente. Es el resultado de varios sistemas psicológicos que difieren en cuanto a sus desencadenantes ambientales, su lógica interna, su base neurológica y su distribución social. El capítulo 8 está dedicado a explicar cinco de ellos. La violencia depredadora o instrumental es simplemente una violencia utilizada como un medio práctico para un fin. El dominio es el deseo de autoridad, prestigio, gloria y poder, en forma de gestos viriles entre individuos o de luchas por la supremacía entre grupos raciales, étnicos, religiosos o nacionales. La venganza alimenta el impulso moralizador hacia la represalia, el castigo y la justicia. El sadismo es el placer obtenido del sufrimiento de otro. Y la ideología es un sistema de creencias compartido, que por lo general supone la visión de una utopía que justifica la violencia ilimitada en pos de un bien ilimitado. 

Cuatro mejores ángeles (capítulo 9). Los seres humanos no son buenos de manera innata (tampoco malos), pero vienen provistos de impulsos que pueden alejarlos de la violencia y orientarlos hacia la cooperación y el altruismo. La empatía (especialmente en el sentido de «preocupación compasiva») nos empuja a sentir el dolor de otros y a alinear sus intereses con los nuestros. El autocontrol nos permite prever las consecuencias de actuar sobre los impulsos y, por tanto, inhibirlos. El sentido moral consagra una serie de normas y tabúes que rigen las interacciones entre las personas de una cultura, a veces de maneras que reducen la violencia, aunque a menudo (cuando las normas son tribales, autoritarias o puritanas) de maneras que la incrementan. Y la facultad de razonar nos permite liberarnos de nuestras posiciones estratégicas provincianas, reflexionar sobre el modo en que vivimos la vida, deducir maneras en que podríamos mejorar, y guiar la diligencia de los otros mejores ángeles de nuestra naturaleza. En un apartado también examinaré la posibilidad de que, en la historia reciente, el Homo sapiens haya evolucionado literalmente para volverse menos violento, en el sentido técnico biológico de un cambio en el genoma. No obstante, el libro se centrará en transformaciones exclusivamente ambientales: cambios en circunstancias históricas que enlazan de diferentes formas con una naturaleza humana estable. 

Cinco fuerzas históricas (capítulo 10). En el último capítulo intento volver a reunir la psicología y la historia identificando fuerzas exógenas que favorecen nuestra inclinación a la paz y que han impulsado los múltiples descensos de la violencia. El Leviatán, estado y sistema jurídico con un monopolio del uso legítimo de la fuerza, puede calmar la tentación del ataque explotador, inhibir el impulso de venganza y burlar las inclinaciones interesadas que hacen creer a todas las partes que están del lado de los ángeles. El comercio es un juego de suma positiva en el que todo el mundo puede ganar; mientras el progreso tecnológico permite el intercambio de bienes e ideas en distancias cada vez mayores y entre grupos más grandes de socios, las otras personas llegan a ser más valiosas vivas que muertas y tienen menos probabilidades de volverse blancos de la demonización y la deshumanización. La feminización es el proceso por el que las culturas han respetado cada vez más los intereses y valores de las mujeres. Como la violencia es en buena medida un pasatiempo masculino, las culturas que dan poder a las mujeres tienden a alejarse de la glorificación de la violencia y es menos probable que engendren subculturas de jóvenes desarraigados. Las fuerzas del cosmopolitismo, como la alfabetización, la movilidad y los medios de comunicación de masas, pueden inducir a la gente a adoptar la perspectiva de gente distinta y ampliar su círculo solidario. Por último, una redoblada aplicación de conocimiento y racionalidad a los asuntos humanos -la escalera mecánica de la razón- puede forzar a las personas a reconocer la inutilidad de los ciclos de violencia, a rebajar el privilegio de los intereses de uno sobre los de los demás, y a redefinir la violencia como un problema que hay que resolver y no como un combate que hay que ganar. 

Cuando uno se hace consciente del declive de la violencia, el mundo comienza a tener otro aspecto. El pasado parece menos inocente; el presente, menos siniestro. Empezamos a valorar los pequeños regalos de coexistencia que habrían parecido utópicos a nuestros antepasados: la familia interracial jugando en el parque, el cómico que suelta una ocurrencia sobre el comandante en jefe, los países que tranquilamente evitan una crisis en vez de aumentar las posibilidades de guerra. El cambio no es hacia la autocomplacencia: disfrutamos de la paz que hoy tenemos porque muchos individuos de generaciones pasadas quedaron horrorizados por la violencia de su época y se esforzaron por reducirla, del mismo modo que nosotros debemos esforzarnos por reducir la violencia que persiste en la actualidad. De hecho, reconocer la disminución de la violencia ratifica que tales esfuerzos merecen la pena, sin lugar a dudas. La crueldad del hombre hacia el hombre ha sido desde hace tiempo tema de moralización. Al saber que algo la ha hecho disminuir, también podemos considerarla una cuestión de causa y efecto. En vez de preguntar: «¿Por qué están en guerra?», deberíamos preguntarnos: «¿Por qué hay paz?». Podemos obsesionarnos no sólo con lo que hemos estado haciendo mal sino también con lo que hemos estado haciendo bien. Porque hemos estado haciendo algo bien, y sería bueno saber exactamente qué es. 

Muchas personas me han preguntado por qué emprendí el análisis de la violencia. No debería ser ningún misterio: la violencia es una preocupación natural de todo aquel que estudie la naturaleza humana. Empecé a aprender sobre el descenso de la violencia en un libro de Martin Daly y Margo Wilson sobre psicología evolutiva, Homicide, en el que examinaban los elevados índices de muertes violentas en sociedades sin estado y la disminución de homicidios desde la Edad Media hasta la actualidad. En varios de mis libros anteriores he citado estas tendencias descendentes, junto con avances humanos como la abolición de la esclavitud, el despotismo y castigos crueles en la historia de Occidente, en apoyo de la idea de que el progreso moral es compatible con un enfoque biológico de la mente humana y un reconocimiento del lado oscuro de nuestra naturaleza. Reiteré estas observaciones en respuesta a la pregunta anual del foro online , que en 2007 era: «¿Sobre qué eres optimista?». Mi sarcasmo provocó una oleada de correspondencia de expertos en criminología histórica y estudios internacionales, según los cuales las pruebas de una reducción histórica de la violencia eran más amplias de lo que yo había pensado. Fueron sus datos los que me convencieron de que ahí había una historia infravalorada esperando ser contada. 


Entrevista a Steven Pinker por Daniel Arjona

El Cultural.


Asesinatos, violaciones, torturas, ataques preventivos, guerras, genocidios. Nuestra era regó el tronco de la civilización con la sangre de millones de víctimas y parece justo premiarle con el título a la más violenta de la historia. Pero las metáforas no resisten bien la realidad. Reservemos la tétrica medalla y suspiremos aliviados. Nunca época alguna fue más pacífica que la nuestra. Es la tesis a la contra del psicólogo y neurocientífico de Harvard Steven Pinker plasmada en su libro Los ángeles que llevamos dentro, que publica Paidós la semana próxima. Nacer en el sangriento siglo XX fue cinco veces más seguro que hacerlo en una idílica comunidad tribal. Pero esperen, el asombro acaba de empezar.


El optimismo siempre tuvo mala prensa. Desalojado lo positivo de las portadas de los periódicos por una interminable secuencia de perros que muerden niños y niños que muerden perros, la pesadumbre anegó ideologías y modos de pensamiento, estudios y políticas. Gramsci clamó desde la cárcel por el optimismo de la voluntad pues a una razón que curioseara honestamente en torno suyo sólo le cabía el pesimismo. Pero, de pronto, la ciencia brindó una insospechada zapa al optimismo a golpe de razón.

Una nueva generación de científicos ha peleado en las últimas décadas por recuperar la poco fotogénica defensa del progreso humano. El psicólogo cognitivo Steven Pinker (Montreal, 1954) es uno de ellos. En 1981 quedó atónito al toparse con unas gráficas que mostraban que la Inglaterra del siglo XX era un 95% más pacífica que la del XIV. De 110 homicidios anuales cada 100.000 personas se había pasado a 1. Sólo 1. Cómo no tirar de ese hilo, un hilo que se convirtió en tela de araña que atrapó a todo el planeta y a la totalidad de la historia humana en forma de un libro sobre el declive de la violencia: Los ángeles que llevamos dentro.

De sus más de mil páginas, las primeras 628 forman filas como una fortificada legión de datos, gráficas y fuentes que dan fe de un vertiginoso descenso de la violencia desde las sorprendentemente belicosas sociedades de cazadores recolectores hasta nuestro muy pacífico presente. El ejército documental nunca fue más necesario para probar una afirmación que, al ser mencionada en una cena de amigos, suscita, en los mejores casos, sonrisas escépticas. 

Pregunta: ¿De qué forma les explicamos que, como usted afirma, “vivimos en la socidad menos violenta de la historia”?
Respuesta: Sus amigos deberían recordar dos lecciones de las clases de matemáticas. La primera es que la estimación de una tasa necesita tanto de un numerador como de un denominador. En el caso de las tasas de violencia, este último sería el número de ocasiones en que la violencia se produce. Sus amigos nunca ven a un reportero informando desde una ciudad pacífica de que, “por vigésimo tercer año consecutivo, no ha habido guerras en Nicaragua (o en Angola, Vietnam o Bangladesh)”. Las noticias tratan de cosas que ocurren, nunca de las que no ocurren. Tampoco vemos a nadie a la puerta de un hospital anunciando: “Siete personas han muerto hoy de viejas”. La segunda lección matemática es que una tendencia consta de, como mínimo, dos puntos en el tiempo, nunca de uno. Afirmar que “hay violencia hoy, luego el mundo es más violento que nunca” es la consecuencia de estos dos sencillos errores. En realidad, todas las estimaciones sobre el número de guerras y de muertos muestran un pronunciado descenso.

El sesgo de la memoria

P: ¿Qué tipo de autoengaño nos permite pensar que la violencia ha aumentado?
R: La gente calcula probabilidades a raíz de los ejemplos que puede recordar. Pero la memoria humana está sesgada y favorece la retención de episodios personales vívidos y tórridos. Recordamos las explosiones y la sangre, pero no tenemos mentalmente presente a toda la gente que ha muerto en paz. Además, nuestra mentalidad cambia, y nos hace más sensibles a la violencia que aún permanece. Hace 200 años, nadie hubiera considerado la pena de muerte como una forma de violencia -lo habrían llamado justicia-, y albullying entre menores lo habrían llamado chiquilladas. Sin embargo, hoy nos preocupa mucho más, y por eso vemos más violencia a nuestro alrededor.

P: La idea del buen salvaje rousseauniano que pintó como idílicas a las sociedades tribales es de nuevo el centro de sus ataques. ¿Qué debiera asustarnos más, vivir una guerra entre tribus o una guerra mundial?
R: Hablando proporcionalmente, las posibilidades de morir en batalla están en el mismo rango. En conjunto, vivir en el siglo XX resultaba al menos cinco veces más seguro que vivir en una sociedad tribal. 

P: ¿Rousseau es el enemigo público número uno?
R: Como todos los grandes pensadores, tenía ideas de diversa índole. Algunas de ellas eran erróneas -como el mito del buen salvaje- o incluso peligrosas -como la visión romántica de los cambios revolucionarios-, pero otras de sus ideas eran humanas -como que los niños deben ser educados en vez de castigados- e importantes -como sus novelas en las que suscita la empatía del lector.

El peso de la cultura

En 2002, en su monumental La tabla rasa (Paidós, 2005), Pinker desmontaba la creencia de que la cultura trabaja como un alfarero y moldea a voluntad una naturaleza humana no muy diferente de un bloque de plastilina. La evolución y la genética se alzaban como los principales responsables de nuestra conducta. En aquel libro fascinaba, por ejemplo, el relato de aquel par de gemelos univitelinos que, separados al nacer y criados por familias completamente diferentes, descubrían al encontrarse, ya en la edad madura, no sólo que vestían igual, escuchaban la misma música y votaban al mismo partido sino que... ¡ambos estornudaban en el ascensor cuando lo encontraban atestado! Pero, ¿y ahora? Si nuestros genes violentos pueden someterse, ¿es que ha mejorado su valoración del peso de la cultura en la conducta?
R: No es cierto, La tabla rasa no afirmaba que la cultura fuese irrelevante, sino que el error estriba en considerar que la cultura y la naturaleza humana son alternativas. La tabla rasa mantenía una amplia discusión sobre la cultura -incluido un capítulo entero dedicado al asunto-, pero argumentaba que la cultura no es una fuerza autónoma que se escriba sobre una tabla rasa o sirva para moldear una arcilla, sino que emerge como resultado de que la gente comparte el conocimiento entre sí y trabaja para alcanzar acuerdos acerca de cómo vivir.

Las cinco fuerzas pacificadoras

P: ¿Y cuál ha sido esa estrategia cultural que ha logrado encadenar a nuestros peores demonios?
R: Identifico cinco esenciales fuerzas pacificadoras: el gobierno, que penaliza la agresión; el comercio, que hace que otras personas sean más valiosas vivas que muertas; el cosmopolitismo, que anima a la gente a empatizar con los demás; la feminización, que devalúa al machismo y a las culturas violentas basadas en el honor, y la expansión de la razón, que considera la violencia como un problema cerca de su resolución.

P: Afirma que el intercambio comercial es un beneficioso agente pacificador. Hoy, en plena crisis mundial, con los mercados en el centro de todas las críticas, ¿cómo se atreve a reivindicar su fuerza civilizadora?
R: ¿Ha invadido Alemania a Grecia a causa de la crisis? ¿Irá Gran Bretaña a la guerra contra España? ¿Están China y Estados Unidos a punto de enfrentarse en una guerra? La reducción de la violencia no significa que todos los problemas humanos se vayan a evaporar mágicamente, o que las tensiones y conflictos vayan a desaparecer. Únicamente significa que no van a derivar en batallas con tanques e intercambios de artillería, como ocurría en el pasado.

P: Heinrich Heine escribió que las ideas de un solitario pensador pueden destruir civilizaciones. Pero usted afirma que otras ideas, como las de Kant, pueden también mejorarnos.
R: Tristemente, es mucho más fácil para un solo individuo -un Hitler, un Stalin, un Mao- provocar un gran daño que hacer mucho bien. Muchas de las fuerzas benévolas que describo han aparecido a través de cambios graduales de mentalidad que, poco a poco, se han extendido entre la población, pero no debido a la influencia de un solo pensador o líder. Pese a ello, existen algunos pensadores heróicos en lo que respecta a la reducción de la violencia. Citaré tres ejemplos: Cesare Beccaria, cuyo análisis de los castigos criminales ayudó a abolir torturas detestables; los forjadores de la Declaración de la Independencia y la Constitución de EE.UU., que establecieron la conveniencia de la democracia liberal, y Mahatma Gandhi, que explicó la lógica de la resistencia no violenta.

El fracaso del terrorismo

P: España ha sufrido durante muchos años la ideología violenta de la banda terrorista ETA. ¿Cómo podemos defendernos de las ideas asesinas?
R: La teoría comúnmente citada de que un cambio social progresivo sólo puede alcanzarse mediante la violencia es verdaderamente una idea criminal, y no responde a los hechos. La inmensa mayoría de los movimientos terroristas no logran ni uno solo de sus objetivos. Que no haya un estado vasco independiente es uno de tantos ejemplos (tampoco hay en Quebec, Palestina, Kurdistán, Tamil, Eelam...). Además, un reciente estudio ha mostrado que los movimientos de resistencia no violenta, como los de Filipinas, Suráfrica y Egipto, tienen el triple de posibilidades de conducir a cambios de régimen que los movimientos de resistencia violenta. Me gusta pensar que, si estos hechos fuesen más conocidos, habría menos movimientos violentos.

P: Precisamente el mundo musulmán es hoy uno de los focos principales de violencia. ¿Es usted optimista sobre el resultado de las revoluciones árabes? ¿Qué quedará? ¿Democracia o fanatismo religioso?
R: Nadie lo sabe, pero la historia nos enseña que, cuando se pone en marcha una campaña mundial para eliminar alguna práctica violenta, a largo plazo triunfa. La esclavitud fue una vez legal en todas partes del mundo, y los movimientos abolicionistas del siglo XVII podrían haberse tachado de románticos e inútiles. No triunfaron inmediatamente -en EE.UU., hubo una Guerra Civil por este asunto-, sino que fueron gradualmente conquistando el mundo, incluidos los países islámicos, como Arabia Saudí o Yemen, donde no la abolieron hasta 1962, y Mauritania, que fue el último Estado en abolirla, en 1980. Lo mismo puede ocurrir con las campañas contra las dictaduras, la guerra y la violencia contra las mujeres: llevará algún tiempo que penetren en las zonas más atrasadas del mundo, pero la historia está de su lado.

Seis tendencias, cinco fuerzas históricas, cinco demonios interiores y nuestros cuatro mejores ángeles completa el estudio de Pinker, una narración bien divertida, pese a los muestrarios de torturas y las efusiones sanguíneas, en la que por primera vez se registra qué hemos hecho bien después de todo.

Moralistas y activistas

P: ¿Es esa su última provocación, que a estas alturas del partido el Bien gana por ahora al Mal?
R: Hay un principio general de la Psicología según el cual el Mal es psicológicamente más poderoso que el Bien. Prestamos más atención, y nos afectan más los acontecimientos malos que los buenos, incluso cuando los buenos son intensos. Las críticas duelen más de lo que ayudan los elogios. La gente detesta perder más aún de lo que disfruta ganar. Resulta fácil imaginarse en un estado mucho peor al actual que en otro mucho mejor. Además, los moralistas y activistas políticos tienen incentivos para decir que las cosas son terribles y están empeorando; de otra forma, ¿quién los escucharía?”.

P: Tiene fama de ser un pensador a la contra. ¿Le gusta sentirse un destructor de mitos?
R: Como psicólogo, soy la peor persona posible para evaluar mi propio rol. Aunque, en el fondo, me gusta pensar que estoy buscando verdades, explicaciones y entendimiento. Lo que a veces implica criticar mitos que veo que se interponen en el camino hacia la comprensión. Pero mi motivación primaria tiene más de positiva (explicar cosas) que de negativa (criticar cosas).


Esto es la guerra, por Arcadi Espada

El Mundo.


Estoy leyendo lentamente el importantísimo libro de Pinker. Apenas hay página que no me haga pensar en algo. Esta cita por ejemplo del politólogo Carl Kaysen:
«Sin duda está en marcha una profunda transformación de la estructura internacional de Europa —y del mundo entero—. En el pasado, este tipo de cambios a menudo tenían lugar gracias a la guerra. El razonamiento expuesto en este ensayo respalda la predicción de que esta vez los cambios pueden producirse sin guerra (aunque no forzosamente sin violencia interna en los países afectados). Hasta aquí —mediados de enero— muy bien. El autor y sus lectores verificarán la predicción cada día con impaciencia e inquietud.»
Esto está escrito mucho antes de la crisis. Y mucho antes de que yo escribiera que el relato mediático de la crisis era un relato de guerra. Y mucho antes también de que algunos alegres optimistas de nuestro tiempo escribieran que la salida de la Gran Depresión fue la guerra. No. Esa salida es imposible. Un imposible lógico. Porque esto que sucede (incluido el mentón de nuestro Ben Plantat) ya es la guerra. A eso hemos conseguido reducirla.

Pinker también habla de ETA

Por María Teresa Giménez Barbat.



He estado leyendo el reportaje de El País de este domingo 18 sobre las víctimas del terrorismo. Esto me ha llevado a mi lectura actual del libro de Steven Pinker. Hay todo un capítulo dedicado al terrorismo. Resumiendo un poco dice que es un hecho poco conocido que la mayoría de los grupos terroristas fracasan y que todos mueren. Israel sigue existiendo, Irlanda del Norte sigue siendo parte del Reino Unido, Cachemira parte de la India… No existen los estados soberanos de Kurdistan, Palestina, Québec, Puerto Rico, Chechenia, Córcega, el país Tamil o el País Vasco.

Pinker cita un artículo del 2006 del politólogo Max Abrahams que examina los 28 grupos designados en el 2001 por el Departamento de Estado de EEUU como organizaciones terroristas extranjeras, habiendo estado activas la mayoría de ellas durante décadas. Su éxito (y sólo en objetivos limitados y concretos) en conjunto era menor del 5% (muy por debajo de otros medios de presión política como las sanciones económicas) . Nunca habían logrado propósitos maximalistas como imponer una ideología en un territorio, por ejemplo. En el libro también citado por Pinker How Terrorism Ends de otro politólogo, Audrey Cronin, se examinan un número mayor de organizaciones. Su conclusión: el terrorismo no funciona. Cronin constata: “los estados tienen cierto grado de inmortalidad en el sistema internacional; los grupos no”. Ni siquiera obtienen lo que buscan. Ninguna organización terrorista ha acabado con un estado. Es más, el 94% de ellas no alcanza ninguno de sus objetivos. La mayoría también termina por sus discrepancias internas, la dificultad de los líderes en encontrar un sustituto y “la rendición de los reclutas a los placeres de la vida cívica y familiar”.

Los grupos terroristas también pierden el apoyo cuando se percibe que “se pasan” incluso por los simpatizantes. Cronin dice que “la violencia tiene un lenguaje internacional; pero también la decencia”.
La decencia ha crecido en España y por eso podría vislumbrarse el final de ETA. Pero viendo este reportaje y estas fotografías, el dolor del absurdo se impone. ¿Para qué perdieron la vida, la familia o la salud todas estas personas? Vale la pena recordarlo estos días en los que se habla de ser “generosos” con los diputados que representan a ese votante difícilmente calificable como moral, capaz de elegir a un partido que representa a la organización terrorista que causó todo este daño para nada. Ni para ellos. El País Vasco no será independiente nunca. No porque los españolistas no quieran sino porque es una formidable insensatez en un panorama en el que las sociedades se dirigen a unidades de integración más amplias, y no al contrario. Porque es una estupidez, en suma.

Pero ya lo dijo Eric Hoffer en su The True Believer: “nada obtiene una adhesión más ciega que lo irracional”. Ellos se adhirieron cediendo a lo peor. Ahora no les evitemos las molestias.

Preguntas Frecuentes - The Better Angels of Our Nature

Por Steven Pinker. (Here in English).

(Traducción: Verónica Puertollano)

¿Cómo dene «violencia»?
No lo hago. Empleo el término en su sentido estándar, más o menos el que se encontraría en un diccionario (como el American Heritage Dictionary en su quinta edición: «Conducta o trato en el que se ejerce la fuerza física con el propósito de causar daños o lesiones»). En particular, me centro en la violencia contra seres sensibles: homicidio, asalto, violación, robo y secuestro, sean cometidos por individuos, grupos o instituciones. La violencia de las instituciones incluye naturalmente la guerra, el genocidio, el castigo físico y la pena capital, y las hambrunas deliberadas.

¿Qué hay de la violencia metafórica, como la agresión verbal?
No, la violencia física es un tema sucientemente grande para un libro (como deja claro la extensión de Better Angels). Igual que un libro sobre el cáncer no necesita tener un capítulo sobre el cáncer metafórico, un libro sólido sobre la violencia no puede mezclar el genocidio con los comentarios sarcásticos como si fueran un solo fenómeno.

¿No es la desigualdad económica una forma de violencia?
No; el hecho de que Bill Gates tenga una casa más grande que yo puede ser deplorable, pero mezclarlo con la violación y el genocidio es confundir la moralización con la comprensión. Ídem para los trabajadores mal pagados, las tradiciones culturales degradantes, la contaminación del ecosistema y otras prácticas que los moralistas quieren estigmatizar extendiendo metafóricamente a ellas el término violencia. No es que estas cosas no sean malas, es que no puedes escribir un libro sólido sobre el tema «cosas malas».


A History of Violence Edge Master Class 2011

By Steven Pinker.



STEVEN PINKER: Believe it or not—and I know most people do not—violence has been in decline over long stretches of time, and we may be living in the most peaceful time in our species' existence. The decline of violence, to be sure, has not been steady; it has not brought violence down to zero (to put it mildly); and it is not guaranteed to continue. But I hope to convince you that it's a persistent historical development, visible on scales from millennia to years, from the waging of wars and perpetration of genocides to the spanking of children and the treatment of animals.

I'm going to present six major historical declines of violence; in each case, cite their immediate causes in terms of what historians have told us are the likely historical antecedents in that era; and then speculate on their ultimate causes, in terms of general historical forces acting on human nature.

The first major decline of violence I call the "Pacification Process." Until about five thousand years ago, humans lived in anarchy without central government. What was life like in this state of nature? This is a question that thinkers have speculated on for centuries, most prominently Hobbs, who famously said that in a state of nature "the life of man is solitary, poor, nasty, brutish and short." A century later he was countered by Jean Jacques Rousseau, who says, "Nothing could be more gentle than man in his primitive state."

In reality, both of these gentlemen were talking through their hats:  They had no idea what life was like in a state of nature. But today we can do better, because there are two sources of evidence of what rates of violence were like in pre-state societies.

One is forensic archaeology. You can think of it as "CSI Paleolithic". What proportion of prehistoric skeletons have signs of violent trauma, such as bashed-in skulls, decapitated skeletons, femurs with bronze arrowheads embedded in them, and mummies found with ropes around their necks?

There are 20 archaeological samples that I know of for which these analyses have been done. I've plotted here the percentage of deaths due to violent trauma. They range as high as 60 percent, and the average is a little bit more than 15 percent.

Let’s compare that rate with those of modern states, and let's stack the deck against modernity by picking some of the most violent eras that we can think of. This is the United States and Europe in the 20th century. This is the entire world in the 20th century—and I've thrown in not only the wars, but also the genocides and the manmade famines. It's about three percent, compared to the 15 percent rate in pre-state societies. And here is the world in the first decade of the 21st century. The bar in the graph would be less than a pixel, about a three one-hundredths of one percent.


Frequently Asked Questions about The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined


By Steven Pinker. (Aquí en español).

Questions about Definitions

How do you define “violence”? 
I don’t. I use the term in its standard sense, more or less the one you’d find in a dictionary (such as The American Heritage Dictionary Fifth Edition: “Behavior or treatment in which physical force is exerted for the purpose of causing damage or injury.”) In particular, I focus on violence against sentient beings: homicide, assault, rape, robbery, and kidnapping, whether committed by individuals, groups, or institutions. Violence by institutions naturally includes war, genocide, corporal and capital punishment, and deliberate famines.

What about metaphorical violence, like verbal aggression
No, physical violence is a big enough topic for one book (as the length of Better Angels makes clear). Just as a book on cancer needn’t have a chapter on metaphorical cancer, a coherent book on violence can’t lump together genocide with catty remarks as if they were a single phenomenon. 

Isn’t economic inequality a form of violence? 
No; the fact that Bill Gates has a bigger house than I do may be deplorable, but to lump it together with rape and genocide is to confuse moralization with understanding. Ditto for underpaying workers, undermining cultural traditions, polluting the ecosystem, and other practices that moralists want to stigmatize by metaphorically extending the term violence to them. It’s not that these aren’t bad things, but you can’t write a coherent book on the topic of “bad things.”

Questions about the Origins of the Book
What led you to write a book on violence? 
As I explain in the Preface, it was an interest in human nature and its moral and political implications, carried over from my earlier books. In How the Mind Works (518–519) and The Blank Slate (166–169, 320, 330–336), I presented several kinds of evidence that violence had declined over time. Then in 2007, through a quirky chain of events, I was contacted by scholars in a number of fields who informed me there was far more evidence for a decline in violence than I had realized. Their data convinced me that the decline of violence deserved a book of its own. 

You’re a linguist. What made you think you could write a work of history? 
Actually, I’m an experimental psychologist. Better Angels concentrates on quantitative history: studies based on datasets that allow one to plot a graph over time. This involves the everyday statistical and methodological tools of social science, which I’ve used since I was an undergraduate—concepts such as sampling, distributions, time series, multiple regression, and distinguishing correlation from causation. 

Does this book represent a change in your politics? After all, a commitment to human nature has traditionally been associated with a conservative fatalism about violence and skepticism about progressive change. But Better Angels says many nice things about progressive movements such as nonviolence, feminism, and gay rights
No, the whole point of The Blank Slate was that the equation between a belief in human nature and fatalism about the human condition was spurious. Human nature is a complex system with many components.  It comprises mental faculties that lead us to violence, but it also faculties that pull us away from violence, such as empathy, self-control, and a sense of fairness. It also comes equipped with open-ended combinatorial faculties for language and reasoning, which allow us to reflect on our condition and figure out better ways to live our lives. This vision of psychology, together with a commitment to secular humanism, has been a constant in my books, though it has become clearer to me in recent years. 

How and why has it become clearer?
Though I have always had a vague sense that a scientific understanding of human nature was compatible with a robust secular morality, it was only through the intellectual influence of my wife, the philosopher and novelist Rebecca Newberger Goldstein, that I understood the logic connecting them. She explained to me how morality can be grounded in rationality, and how secular humanism is just a modern term for the world view that grew out of the Age of Reason and the Enlightenment (in particular, she argues, from the ideas of Spinoza). To the extent that the decline of violence has been driven by ideas, it’s this set of ideas, which I call Enlightenment humanism (pp. 180–183), which has driven it, and it offers the closest thing we have to a unified theory of the decline of violence (pp. 694–696). 




Steven Pinker on The Decline of Violence & "The Better Angels of Our Nature"


You are less likely to die a violent death today than at any other time in human history. In fact, violence has been on a steady decline for centuries now. That's the arresting claim made by Harvard University cognitive neuroscientist Steven Pinker in his new book, The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined.

Just a couple of centuries ago, violence was pervasive. Slavery was widespread; wife and child beating an acceptable practice; heretics and witches burned at the stake; pogroms and race riots common, and warfare nearly constant. Public hangings, bear-baiting, and even cat burning were popular forms of entertainment. By examining collections of ancient skeletons and scrutinizing current day tribal societies, anthropologists have found that people were nine times more likely to be killed in tribal warfare than to die of war and genocide in even the war-torn 20th century. The murder rate in medieval Europe was 30 times higher than today.

What happened? Human nature did not change, but our institutions did, encouraging people to restrain their natural tendencies toward violence. Over the course of more than 850 pages of data and analysis, Pinker identifies a series of institutional changes that have led to decreasing levels of life-threatening violence. The rise of states 5,000 years ago dramatically reduced tribal conflict. In recent centuries, the spread of courtly manners, literacy, commerce, and democracy have reduced violence even more. Polite behavior requires self-restraint; literacy encourages empathy; commerce switches encounters from zero-sum to positive-sum gains; and democracy restrains the excesses of government.

Pinker dropped by Reason's Washington, D.C., office to talk with Science Correspondent Ronald Bailey about ideology, empathy, and why you're much less likely to get knifed in the face these days.

Steven Pinker sobre la violencia. Eduardo Punset


En contra de lo que se cree habitualmente, nuestros antepasados eran más violentos que nosotros. En este capítulo de Redes, volvemos a hablar del declive de la violencia con el profesor de psicología de la Universidad de Harvard, Steven Pinker.

Junto con él, Eduard Punset analiza las ventajas y desventajas de tener un gobierno mundial, la relación entre la religión y la violencia, el caso particular de los Estados Unidos, la tendencia incipiente en Occidente hacia el vegetarianismo como una manera de evitar el sufrimiento de otras especies además de la nuestra, y el papel de la gestión emocional como una forma de ir a un futuro más pacífico.

Transcripción de la entrevista.


Fuente: Redes para la Ciencia.

Domesticando nuestro demonio interior - Taming the devil within us. Steven Pinker

Original in English: Taming the devil within us.


” El siglo XX fue el más sangriento en la historia.” Esta frecuente aseveración es popular entre los románticos, los religiosos, los nostálgicos y los cínicos. La usan para impugnar una gama de las ideas que prosperaron en este siglo, incluyendo la ciencia, la razón, el laicismo, el darwinismo y el ideal de progreso. Pero este factoide histórico raras veces se sosteniente con cifras, y seguramente es una ilusión. Nos inclinamos a pensar que la vida moderna es más violenta porque los registros históricos a partir de eras recientes son más completos, y porque la mente humana sobrestima la frecuencia de acontecimientos vívidos y memorables. También nos preocupamos más que antes por la violencia. Las historias antiguas están llenas de conquistas gloriosas que hoy serían clasificadas como genocidios, y líderes que se conocieron en la historia como Tal-y-Tal el Grande serían ahora procesados como criminales de guerra.

Cuando se intenta cuantificar las cifras de muertes de pasadas eras, resulta que muchos de aquellos imperios, de los maníacos victoriosos, de las invasiones de tribus a caballo, de las tratas de esclavos y de las aniquilaciones de pueblos nativos tenían un total de bajas que, ajustadas a la población, pueden compararse a ambas guerras mundiales. La guerra antes de la civilización era más sangrienta. La arqueología forense y la demografía etnográfica sugieren que alrededor del 15 % de las personas que viven en sociedades sin estado mueren violentamente (cinco veces la proporción de muertes violentas en el siglo XX sumando la guerra, el genocidio y las hambrunas causadas por el hombre).


Leer completo en Tercera Cultura.

No te desfogues que es peor. María Teresa Giménez Barbat

Se sabe más sobre determinadas emociones. Son muy importantes las investigaciones que tienen que ver con la agresividad. Ningún gestor público, ningún político debería ignorarlas. Aunque nuestras sociedades son cada vez menos violentas, como ha escrito Steven Pinker en The Better Angels of our Nature , un adelanto del cual pueden leer en Tercera Cultura, existen unos prejuicios inerciales (o ideológicos, la mayor parte de las veces) que hacen que creamos todo lo contrario. Que vamos a peor.

Otro malentendido es que hay mecanismos para “desviar” la agresividad. Está la idea de que los jaleos, a veces con víctimas mortales, que se han llegado a montar en los estadios por una competición deportiva, aunque lamentables, pueden ser una válvula de escape para el “desahogo” del personal. Los espectadores, frustrados por mil motivos en su vida cotidiana, tienen una ocasión y un lugar para dar rienda suelta a unas emociones que liberadas así evitan males mayores.

Nada más lejos de la realidad. En Anger: The Misunderstood Emotion Carol Tavris nos dice todo lo contrario. Que la ira es un mecanismo que se auto-refuerza y que no sirve para que la gente se libere de la frustración, porque no la calma, sino que la vuelve más agresiva.


Leer entrada completa en Mujer-pez.

Una edad de plata. Antonio Muñoz Molina

En torno al 15% de los restos humanos exhumados en yacimientos prehistóricos muestran indicios de una muerte violenta: es el mismo porcentaje que en las sociedades cazadoras y recolectoras contemporáneas. Rousseau nos acostumbró a suponer que el Estado y las ciudades arruinan la felicidad y la igualdad de los seres humanos. Pero en las primeras sociedades en las que se impuso una autoridad central las muertes violentas se reducen al 3%. El Estado más cruel sometido a una autoridad central es el México azteca: con todos sus sacrificios humanos, el porcentaje de ejecuciones no supera el 5%. Y el índice de asesinatos en las comunidades Inuit iguala al de los barrios más peligrosos de Detroit.

A pesar de Hitler, de Mao, de Stalin, de la bomba atómica, de las dos guerras mundiales, en términos numéricos el siglo XX es el menos cruel que ha conocido la especie humana. Y también el que ha experimentado, después de 1945, una expansión más rápida de los derechos humanos, en el sentido universal y también en el más preciso de respeto a las minorías. Quién que ronde ahora los cincuenta años puede olvidar cómo se trataba a los discapacitados físicos o mentales cuando éramos niños, qué lugar tenían las mujeres o los homosexuales, con qué naturalidad era aceptada la violencia contra los débiles.

Pinker no es un iluso, ni un risueño optimista: el horror sigue existiendo, pero el escándalo que nos provoca no es indicio de que sea más frecuente que en otras épocas, sino de que ahora somos mucho más sensibles a él. La democracia liberal, el comercio, la presencia de las mujeres, la literatura, son antídotos seguros contra la violencia: no se mata ni se persigue a quien se le quiere vender o cambiar algo; cuanta mayor presencia tienen las mujeres en una comunidad menos espacio queda para la agresividad hormonal masculina; cuanto más sabemos de las vidas de otros gracias a los libros más inclinados estaremos a reconocerles una plena humanidad idéntica a la nuestra. En nuestro equipaje evolutivo, está la propensión a la violencia, pero también a la cooperación, y depende de las circunstancias y de los valores culturales que elijamos uno u otro camino. Nunca hubo una Edad de Oro, pero a nosotros nos ha tocado vivir algo parecido a una edad de plata, y no hay proyecto político más noble que hacerla duradera y sólida, que hacerla universal.




Fuente: solymoscas.

Steven Pinker on violence. Tyler Cowen


It is an important and thoughtful book, and I can recommend it to all readers of intelligent non-fiction, reviews are here  But I’m not convinced by the main thesis.
Might we run an econometrics test on regime changes?  The 17th century was much more violent than the preceding times, as was the early 19th century, albeit to a lesser extent.  Perhaps the distribution is well-described by “long periods of increasing peace, punctuated by large upward leaps of violence”, as was suggested by Lewis Richardson in his 1960 book on the statistics of violent conflict?  Imagine a warfare correlate to the Minsky Moment.  In the meantime, there will be evidence of various “great moderations,” though each ends with a bang.
Pinker does discuss these ideas in detail in chapter five, but at the end of that section I am not sure why I should embrace his account rather than that of Richardson.  I am reminded of the literature on the peso problem in finance.
Another hypothesis is to see modern violence as lower, especially in the private sphere, because the state is much more powerful.  Could this book have been titled The Nationalization of Violence?  But nationalization does not mean that violence goes away, especially at the most macro levels.  In a variant on my point above, one way of describing the observed trend is “less frequent violent outbursts, but more deadlier outbursts when they come.”  Both greater wealth (weapons are more destructive, and thus used less often, and there is a desire to preserve wealth) and the nationalization of violence point toward that pattern.  That would help explain why the two World Wars, Stalin, Chairman Mao, and the Holocaust, all came not so long ago, despite a (supposed) trend toward greater peacefulness.  Those are hard data points for Pinker to get around, no matter how he tries.
We now have a long period between major violent outbursts, but perhaps the next one will be a doozy.
How would this book sound if it were written in 1944?  Maybe there is a regime break at 1945 or so, with nuclear weapons deserving the credit for a relative extreme of postwar peace.  Pinker’s discussion of the nuclear question starts at p.268, but he underrates the power of nuclear weapons to reach the enemy leaders themselves and thus he does not convince me to dismiss the nuclear issue as central to the observed improvement, throw in Pax Americana if you like.
In one of the most original sections of the book (e.g., p.656), Pinker postulates the greater reach of reason, and the Flynn effect, working together, as moving people toward more peaceful attitudes.  He postulates a kind of moral Flynn effect, whereby our increasing ability to abstract ourselves from particulars, and think scientifically, helps us increasingly identify with the point of view of others, leading to a boost in applied empathy.  On p.661 there is an excellent mention of the wisdom of Garett Jones.  Pinker’s thesis implies the novel conclusion that those skilled on the Ravens test have an especially easy time thinking about ethics in the properly cosmopolitan terms; I toy with such an idea in my own Create Your Own Economy.
What is the alternative hypothesis to this moral Flynn Effect?  Given that the private returns to supporting violence are rare — most of the time — and violence has been nationalized, people will have incentives to invest in greater empathy and to build their self-images around such empathy.  This empathy will be real rather than feigned, but it also will be fragile rather than based in a real shift in cognitive and emotive faculties; see 1990s Mostar and Sarajevo or for that matter Nagasaki or British or Belgian colonialism.
When doing the statistics, one key issue is how to measure violence.  Pinker often favors “per capita” measures, but I am not so sure.  I might prefer a weighted average of per capita and “absolute quantity of violence” measures.  Killing six million Jews in the Holocaust is not, in my view, “half as violent” if global population is twice as high.  Once you toss in the absolute measures with the per capita measures, the long-term trends are not nearly as favorable as Pinker suggests.
Here is John Gray’s (excessively hostile) review of Pinker.  In my view this is very much a book worth reading and thinking about.  And I very much hope Pinker is right.  He has done everything possible to set my doubts to rest, but he has not (yet?) succeeded.  I find it easiest to think that the changes of the last sixty years are real when I ponder nuclear weapons.