En torno al 15% de los restos humanos exhumados en yacimientos prehistóricos muestran indicios de una muerte violenta: es el mismo porcentaje que en las sociedades cazadoras y recolectoras contemporáneas. Rousseau nos acostumbró a suponer que el Estado y las ciudades arruinan la felicidad y la igualdad de los seres humanos. Pero en las primeras sociedades en las que se impuso una autoridad central las muertes violentas se reducen al 3%. El Estado más cruel sometido a una autoridad central es el México azteca: con todos sus sacrificios humanos, el porcentaje de ejecuciones no supera el 5%. Y el índice de asesinatos en las comunidades Inuit iguala al de los barrios más peligrosos de Detroit.
A pesar de Hitler, de Mao, de Stalin, de la bomba atómica, de las dos guerras mundiales, en términos numéricos el siglo XX es el menos cruel que ha conocido la especie humana. Y también el que ha experimentado, después de 1945, una expansión más rápida de los derechos humanos, en el sentido universal y también en el más preciso de respeto a las minorías. Quién que ronde ahora los cincuenta años puede olvidar cómo se trataba a los discapacitados físicos o mentales cuando éramos niños, qué lugar tenían las mujeres o los homosexuales, con qué naturalidad era aceptada la violencia contra los débiles.
Pinker no es un iluso, ni un risueño optimista: el horror sigue existiendo, pero el escándalo que nos provoca no es indicio de que sea más frecuente que en otras épocas, sino de que ahora somos mucho más sensibles a él. La democracia liberal, el comercio, la presencia de las mujeres, la literatura, son antídotos seguros contra la violencia: no se mata ni se persigue a quien se le quiere vender o cambiar algo; cuanta mayor presencia tienen las mujeres en una comunidad menos espacio queda para la agresividad hormonal masculina; cuanto más sabemos de las vidas de otros gracias a los libros más inclinados estaremos a reconocerles una plena humanidad idéntica a la nuestra. En nuestro equipaje evolutivo, está la propensión a la violencia, pero también a la cooperación, y depende de las circunstancias y de los valores culturales que elijamos uno u otro camino. Nunca hubo una Edad de Oro, pero a nosotros nos ha tocado vivir algo parecido a una edad de plata, y no hay proyecto político más noble que hacerla duradera y sólida, que hacerla universal.
Fuente: solymoscas.
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