En las últimas décadas, se ha producido en Europa un saludable proceso privatizador. Poco a poco, el contribuyente se percató de que las aerolíneas, las compañías telefónicas o los aparatos industriales públicos eran completamente ineficientes y ruinosos desde el punto de vista económico. Además, proporcionaban un servicio de muy baja calidad, cada vez más alejado de las necesidades de los consumidores.
Paradójicamente, en los dos bienes que todas las familias más valoran –los cuidados médicos y la educación de los hijos– se ha impuesto de forma abrumadora la creencia de que sólo el Estado es capaz de proporcionar un servicio universal, que nos proteja a todos, especialmente a los hogares menos adinerados. Esto no tiene ningún sentido: precisamente porque nuestra salud y la formación de los jóvenes nos importan tanto es por lo que debemos alejarlas lo más posible de la ineficiente burocracia pública. ¿Por qué creemos que la organización que no es capaz de producir buenos coches a un precio competitivo va a ser particularmente eficiente a la hora de cuidar de nuestros hijos? ¿Por qué permitimos que Leire Pajín o su equivalente autonómico tomen decisiones sobre los cuidados médicos a los que podemos acceder?
Pensaba en todo esto el pasado martes, mientras leía la noticia de que la Generalidad está pensando "imponer" una póliza de seguros obligatoria a los catalanes con rentas más elevadas. Es una información que se une a los continuos globos-sonda sobre la generalización del copago en la sanidad pública. Es el colmo. Después de asegurarnos que los elevadísimos impuestos que pagamos servirían al menos para proporcionarnos unos servicios públicos de calidad, ahora nuestros políticos nos amenazan con hacernos pagar dos o tres veces por algo que ellos mismos han dicho miles de veces que es un "derecho" (de nuevo una palabra completamente distorsionada por el intervencionismo liberticida). Esto por no hablar del perverso incentivo que se crea: aquel catalán que se enriquezca por encima del arbitrario nivel declarado por su Gobierno autonómico, vería cómo, por un lado, se le expulsa de la sanidad pública y, por otro, se le obliga a realizar un gasto que quizás no quiera acometer, empujándolo a los brazos de las compañías aseguradoras, que tendrían un nuevo cliente cautivo. Artur Mas, el jefe del consejero en cuestión, ya ha salido a negar que vayan a aprobar algo así, pero todas las propuestas conocidas en los últimos días van dirigidas hacia el mismo sitio: encarecer la sanidad pública sin ofrecer ninguna alternativa válida al sufrido contribuyente.
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