“Ningún poder en la tierra podrá arrancarte lo que has vivido.” Viktor Frankl
Lucha intestina en el Kremlin. Emilio Campmany
El sistema soviético, opuesto a todo personalismo, no tenía, como si de una vulgar dictadura fascista se tratara, nada previsto para cuando falleciera Stalin. El luctuoso hecho aconteció el 5 de marzo de 1953. No hubo por tanto un inmediato sucesor que heredara el poder en la URSS. La paranoia del dictador soviético había hecho que el régimen engullera a sus mejores hombres. Los que sobrevivieron lo hicieron a base de ser cautos y timoratos.
A la muerte del dictador, no había nadie con la audacia suficiente para hacerse con todo el poder. Lavrenti Beria y Georgi Malenkov, sin embargo, concertaron sus actos con el fin de suceder conjuntamente al camarada fallecido.
Los nuevos hombre fuertes del Kremlin
Beria era el jefe de la policía secreta con el cargo de viceprimer ministro, lo que en un Estado como el soviético le daba muchísimo poder y lo convertía en un personaje extremadamente temido. Responsable de las persecuciones estalinistas, abominó de ellas inmediatamente después de la muerte del dictador. Muchos presos políticos fueron liberados. La idea del cruel político era desligarse desde el principio de aquellas atrocidades, a las que tanto había contribuido.
El poder de Beria se explicaba también porque era el encargado de desarrollar el programa nuclear soviético. Desde el mismo momento de la muerte de Stalin, mantuvo a todos sus camaradas a oscuras en cuanto al estado del armamento nuclear ruso, lo que les impidió valorar adecuadamente la posición de la URSS en el concierto internacional en plena Guerra Fría. De hecho, en el Kremlin poco menos que cundía el pánico. Es verdad que habían probado con éxito la bomba atómica en 1949, pero en Moscú no ignoraban que 1) carecían de medios para arrojar una sobre EEUU; 2) los estadounidenses disponían desde 1952 de la mucho más poderosa bomba de hidrógeno; 3) estaban rodeados por un anillo de bases militares estadounidenses, desde las que los norteamericanos podían lanzar sus bombarderos de largo alcance y barrer del mapa media docena de ciudades rusas. La llegada de un republicano a la Casa Blanca unos meses antes, con una retórica mucho más agresiva que la del demócrata Truman, y la debilidad y desconcierto que inevitablemente transmitía al mundo el régimen soviético a la muerte de Stalin hicieron que en el Kremlin se creyera que un ataque estadounidense era extraordinariamente probable. Controlando la información acerca de los progresos soviéticos en el campo nuclear, Beria podía modular a su capricho este pavor.
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