"Hoy ya no se piensa en la utilidad de un abultado gasto público para estimular la actividad", J.S. Mill, Of the influence of consumption on production (1829).
En la actualidad, a pesar del desconcierto reinante por la crisis, la mayor parte de la profesión de los economistas está de acuerdo en que el crecimiento económico, la prosperidad y, en definitiva, el aumento del nivel de vida en los diferentes países han sido el resultado de un proceso de reducción de costes, gracias al aumento de la productividad, provocado por los avances tecnológicos, fruto a su vez del aumento del capital humano, mediante las mejoras y generalización de los programas educativos y de investigación.
Todo ello permitió el desarrollo y perfeccionamiento de un marco institucional que a su vez potenció el crecimiento económico.
Pensamiento económico
Pues bien, todo esto que forma parte del núcleo duro de la corriente principal de pensamiento de la economía como disciplina y que ha sido corroborado por la evidencia empírica, si uno analiza la mayor parte de los trabajos publicados en la prensa diaria y en los semanarios, propios de la profesión, uno se da cuenta del desconcierto existente entre los economistas, víctimas de un complejo de culpa por no haber previsto el estallido de la crisis, como si la profesión de los economistas tuviera entre sus funciones una labor profética.
Una parte importante, los pseudokeynesianos, de cuyas ideas el propio Keynes se horrorizaría, aprovecharon la ocasión no sólo para poner en tela de juicio la economía como disciplina sino incluso para denigrar al mercado y el capitalismo.
Otra parte no menos importante y nada crítica con las ideas ortodoxas ha vuelto sus ojos hacia las peores políticas de los keynesianos que, tras una época de crecimiento a partir de la segunda guerra mundial y hasta finales de la década de 1960, sin duda no provocado por aquellas políticas, sino a pesar de ellas, fueron la causa de que las economías desarrolladas experimentaran altos niveles de paro con unos tipos de inflación superiores al 20%, pero desafortunadamente no se han fijado en las mejores ideas de Keynes y de gran utilidad para interpretar la crisis, esto es, la ineficacia de la política monetaria al dispararse la demanda de dinero en épocas de incertidumbre desatada por la falta de confianza en situaciones como la crisis que estamos sufriendo.
Pero el panorama no ha sido mucho más alentador en la filas de la ortodoxia pura, que en su mayoría recibió con alivio el disparate de los programas de rescate, con el pretexto de evitar un presunto riesgo sistémico -dicho sea de paso con gran regocijo por parte de los críticos-, no se sabe muy bien si por prejuicios o por intereses, y culparon a los organismos reguladores del desastre, pasando por alto que fue la aristocracia del sistema financiero, que tras haber capturado al regulador y con la inestimable ayuda de ese oligopolio que constituyen las agencias de valoración y que nadie sabe de dónde las viene esa especie de ciencia infusa que las coloca por encima del bien y del mal para conocer lo bueno y lo malo, inundó los mercados de los tristemente famosos activos tóxicos, y que todavía nos tienen sumidos en la incertidumbre.
No se entiende muy bien que no exista un análisis serio del papel de las agencias de valoración y su responsabilidad en el desaguisado financiero y su participación en la preparación de aquellos paquetes denominados derivados y que Warren Buffet, no dudó en calificar de "armas de destrucción masiva para el sistema financiero", el mismo Warren Buffet que hace unos meses cuando se criticaba el papel de tales instituciones se despachó en su defensa con un "todos nos equivocamos".
Diagnóstico único
En definitiva, parece que existe unanimidad en el diagnóstico de la crisis, que comenzó como la mayoría de las crisis severas en la esfera del dinero y las finanzas y se trasladó al resto de la economía real. Pero a partir de aquí, hasta las últimas medidas de ajuste y austeridad tomadas in extremis por la mayoría de los países europeos a fin de sanear unas cuentas públicas al borde de la banca rota, lo que ha predominado ha sido la confusión y el desconcierto.
A esto coopera sobre todo la resistencia de la que hemos denominado aristocracia financiera, que sigue defendiendo con uñas y dientes la liberalización extrema de derivados y hedge funds, a pesar de que la evidencia empírica haya demostrado con creces que esta falta de regulación llevaba en su seno el germen de la autodestrucción. Pero, además, buena prueba de la confusión y el desconcierto ha sido el debate que tuvo el periódico Financial Times, un enfrentamiento dialéctico entre partidarios del estímulo de la demanda y los partidarios del ajuste y austeridad a fin de reestablecer la confianza.
Por lo que se refiere a los partidarios del estímulo a la demanda, en su razonamiento aparecen los argumentos, que sistemáticamente la corriente principal de pensamiento ha ido rebatiendo, también antes, pero sobre todo a partir de la publicación en 1776 de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith. Desde la teoría de la circulación de los mercantilistas, desenmascarada primero por John Locke (1691) y de forma más rigurosa por R. Cantillon (en torno a 1730) y D. Hume (1755), hasta aquellas otras de la insuficiencia de demanda efectiva o su contrapartida en las crisis de sobreproducción, cuyos "principales apóstoles de esta doctrina" fueron en palabras de John Stuart Mill, T. R. Malthus, T. Chalmers y M. de Sismondi, una doctrina, continúa Mill, que "me parece...inconsistente en su misma concepción". Esta doctrina ponía en tela de juicio uno de los principios básicos de la economía clásica, la llamada Ley de Say, que sostiene que la oferta genera su propia demanda y que la sobreproducción es imposible.
La teoría fue enunciada por el economista francés Jean Baptiste Say en 1803, aunque su contenido podemos encontrarlo en las obras de A. R. I. Turgot y de Adam Smith. La Ley de Say se convertiría en la bestia negra de J. M. Keynes en la Teoría General, quien con su crítica a la teoría cuantitativa del dinero y su teoría de la insuficiencia de la demanda efectiva reivindicaría tanto a los mercantilistas como a Malthus, al tiempo que denigraba a David Ricardo.
Las contradicciones de J.S.Mill
El autor que se enfrentó de forma más rigurosa con el problema de la sobreproducción y de la demanda efectiva fue sin duda J. S. Mill, quien redefinió de forma rigurosa la Ley de Say en una economía monetaria. Todo esto viene a cuento porque he podido contemplar con asombro que siendo J. S. Mill uno de los economistas más preclaros de la economía de la oferta se le utiliza para apoyar las tesis del estímulo de la demanda, como hace Brad DeLong en el Financial Times del 20 de julio pasado y más recientemente en El País del 15 de agosto. He vuelto a leer el ensayo de Mill Of the influence of consumption on production, escrito en 1829 aunque publicado en 1844 en Essays on some unsettled questions of Political Economy. Supongo que el profesor DeLong, aunque en ningún momento lo cita, se refiere a este ensayo.
Pues bien, ni en este ensayo, ni mucho menos en los Principios de Economía Política de 1848 se encuentra base teórica alguna para apoyar las políticas de estímulo a la demanda. El que J. S. Mill piense que en una economía monetaria "pueda haber un exceso temporal de bienes en general, no como consecuencia de una sobreproducción sino por falta de confianza en los mercados" como ocurre en la actualidad en la crisis en la que nos encontramos, no implica que postule en ningún momento estímulos a la demanda.
Dice además J. S. Mill: "Puede existir una sobreabundancia de todos los bienes respecto al dinero. Lo que sucedía era que en ese momento...las personas en general, ...preferirían poseer dinero y no otros bienes".
Pero por si quedaba alguna duda dice Mill: "Nada puede ser más quimérico que el miedo a que la acumulación de capital pueda generar pobreza y no riqueza...Nada es más cierto que el hecho de que el producto es lo que constituye el mercado del producto, y que cada incremento de la producción, si se distribuye entre todas las clases de productos en la proporción indicada por el interés privado, crea o más bien constituye su propia demanda".
Pero además, "el efecto habitual de las medidas del Gobierno para incentivar el consumo es simplemente obstruir el ahorro, es decir, promover el consumo improductivo a expensas del reproductivo y disminuir la riqueza nacional por los mismo medios con los que se pretendía incrementarla".
Victoriano Martín, catedrático de Historia del Pensamiento Económico. Universidad Rey Juan Carlos.
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