DEBERÍAMOS agradecer que alguien nos haga cambiar de opinión, sobre todo cuando se trata de un asunto que pensábamos resuelto. Es lo que me ha sucedido después de leer dos artículos, uno de un historiador, Santos Juliá, y otro de un periodista, Arcadi Espada, dos personas que probablemente tampoco se pondrían de acuerdo al cien por cien ahora.
He aquí lo que uno creía. Como saben, el anterior gobierno convocó a unos cuantos expertos y les puso a discutir y a encontrar una solución al problema del Valle de los Caídos. La pregunta era sencilla: ¿qué hacemos con todo aquello, con la basílica, con el monumento y con los cuerpos de los treinta y tres mil enterrados allí y en especial qué hacemos con uno de ellos, el de Franco? Uno creía que la solución pasaba por sacarlo de su tumba para evitar que el Valle de los Caídos siguiese siendo lo que el verdadero Faraón del Pardo quiso que fuese desde el principio, su pirámide, ordenada construir a los presos republicanos en régimen de esclavitud. Hoy, después de leer a Arcadi Espada y a Santos Juliá, he cambiado mi opinión.
Ambos coinciden en lo principal: contra el dictamen de los expertos, no se puede resignificar el Valle de los Caídos, hacer de él otra cosa que aquella para la que fue erigido, tal y como propone la comisión (exhumar los restos de Franco, secularizar la basílica, hacer allí un centro de estudios sobre la guerra, exposiciones, etc.). Mientras siga en pie la apabullante cruz sobre muertos que, en muchos casos, ni siquiera eran creyentes, víctimas precisamente de la Cruzada, nadie podrá fingir que la cruz no fue en muchos casos el arma del crimen, por lo mismo que no podría resignificarse Auschwitz mientras se alcen las chimeneas de los crematorios. Lo mejor, nos dice Juliá, y puesto que el conjunto necesita una intervención urgente de trece millones de euros para evitar el galopante deterioro actual, sería dejar que la naturaleza y el tiempo hicieran su trabajo y todo eso acabara siendo una ruina más o menos espectral.
La propuesta de Espada va más lejos. Relaciona él el Valle de los Caídos con Treptow, uno de los lugares, ciertamente, más sobrecogedores en el que hayamos estado nunca: un monumento colosal que podría pasar por nazi, pero que se erigió en memoria de los soldados soviéticos caídos en la batalla de Berlín y que hoy no es sino el último gran vestigio de la deificación de... Stalin, como prueban los dieciséis bloques de mármol con frases suyas grabadas en ellos. Es mucho más difícil explicar la historia que falsearla o borrarla, como hacía el propio Stalin con las fotos de Trotsky, más fácil quitarle una calle a Franco, nos recuerda Espada, que poner una placa que dijera “Calle del Dictador Francisco Franco”. Y concluye: los mismos que nos alegramos de que la losa del sepulcro de Franco pesara mil quinientos kilos, estorbándole la resurrección, queremos quitársela hoy, perdiendo una preciosa oportunidad: poder explicar a las generaciones futuras lo que fue un régimen que puso España a sus pies, como a nuestros pies podríamos tener al fascismo, sojuzgado para toda la eternidad, allí, de cuerpo presente.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 8 de enero de 2012]
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