Balsero

Tania Díaz Castro.

LA HABANA, Cuba, abril, www.cubanet.org -Han sido muchos miles los cubanos que han muerto durante los cincuenta años de dictadura, cuando decididos a lograr la libertad se lanzan al mar en improvisadas embarcaciones para cruzar el Estrecho de la Florida.
Visitar una de esas tantas casas de Santa Fe, pueblo costero de La Habana, donde se lloran esos seres queridos, es una amarga experiencia, sobre todo si en ella se encuentra una madre que se ha quedado sola.
Elvira le decía al hijo que se olvidara de la libertad que había en la otra orilla del mar, que se apartara del peligro, que se cuidara. Porque sin él, ella se moriría de pena. Pero su hijo no la escuchaba. Seguía soñando con la libertad.
Una mañana salió en silencio de la casa, mientras ella dormía. Pero ella cree haber sentido sus pasos descalzos que se alejaban, un sonido que dice que jamás ha podido olvidar.
Han pasado más de quince años desde aquel abril. Cuando cae la tarde y en el patio de su casa danzan los rayos rojos del sol entre las begonias, ella se levanta del sillón, va hasta la foto del hijo que cuelga de la pared de la sala y le dice: Yo sé que volverás.
La sonrisa de su hijo en la foto la estremece, y ella piensa que eso es una buena señal. No le importa que los truenos de la tormenta invernal sean portadores de malos augurios, ni que una noche la foto de su hijo haya caído al suelo y desde entonces no tenga cristal. Ella sabe que volverá.
Se lo dice el vuelo de los pájaros que cruzan el cielo en alegres bandadas y esa luz del amanecer que se cuela por entre las rendijas de las paredes de su cuarto, para que casi pueda escuchar la voz de su niño llamándola para que despierte.
Dice que en ocasiones, cuando se asoma al portal y ve un grupo de escolares que regresa de sus aulas, lo ve a él, contento y travieso, colgarse de su cuello y decirle: Ya llegué, mamá.
También le ha parecido verlo muchas veces, aun más de cerca, con el viejo botero del barrio Bajo, cuando ambos llegan a la costa con sus ensartas de pescado para vender y ella se ha quedado sin saber qué hacer, si llorar o salir espantada de la vida y de su soledad, al descubrir que ha vuelto a  confundirlo con otro.
Dice su vecina que la ha consolado durante muchos años, que no se atreve a decirle que el nombre de su hijo está en una lista de desaparecidos, posiblemente devorados por los tiburones.
Nadie quiere decirle que su hijo no volverá, que se olvide de los buenos presagios de los pájaros que vuelan en lo alto. La han dejado así, para que muera al menos con esa esperanza, porque desde aquella noche de abril, cuando dormida sintió que sus pasos se alejaban, se quedó sin hijo. Sola para siempre.

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