Un inmigrante ilegal (ni irregular ni sinpapeles como acepta llamarle, con el beneplácito kumbayá, la artimaña eufemística del poder político) debe tener los mismos derechos que un preso y entre ellos, por supuesto, el derecho a una sanidad gratuita. Como en el preso, un inmigrante ilegal es una condición provisional. En el caso del inmigrante la provisionalidad debería ser muy fugaz. Solo hay dos modos de que lo sea: o papeles para todos o aquello del presidente Aznar a las pocas horas de serlo, cuando metió en un avión a 103 bajo los efectos de algún narcótico: «Había un problema y lo hemos resuelto.» Sin embargo, la socialdemocracia vigente ha optado por dotar a algunos inmigrantes (medio millón en España, según parece) de una suerte de estatuto parecido al que se extiende sobre aquellos ectoplasmas apátridas de los aeropuertos, que ni pueden salir ni pueden entrar y que de tanto limbo acaban olvidando quiénes eran y a qué vinieron. El «inmigrante irregular» solo es el producto de la mala buena conciencia europea: que su irregularidad ontológica se pretenda legalizar ¡sanitariamente! por unos cientos de euros al año (como de un modo u otro hace la mayoría de países europeos) me parece un escándalo de hipocresía formidable. Un inmigrante ilegal no es nada más que un fallo en la seguridad de los Estados, cuyas consecuencias el Estado debe asumir. Y si no puede hacerlo, y quiere seguir siendo un Estado donde la ley se echa para atrás al contacto de la piedad, que no obligue a los inmigrantes enfermos a sufragar su bondadoso corazón.
Que busque espónsors.
Yo creo, compañeros, que las cosas están llegando a un punto en que ha de empezar a ser la vida y no el arte, ese suburbio lujoso, la que caiga bajo la competencia del mecenazgo. Lamento los problemas que esta propuesta pueda causarle al secretario cultural Jose María Lassalle pero esa ley que redacta habrá de prever la posibilidad de mecenazgos atrevidos. No veo bien por qué los señores Ortega, Andic y Roig deberían limitar su contribución social, impuestos aparte, a la reconstrucción de una catedral gótica o la potabilización del agua en un confín subsahariano. Ha llegado la hora de sacar réditos publicitarios de la proximidad moral y de ver grandes carteles que cuenten, por ejemplo, cómo Zara, con el 0’92 (medio millón de hombres por 700 euros cada uno) de los 38.000 millones que atesora la fortuna de su propietario, ha resuelto la asistencia sanitaria de los irregulares. «Implicándose en las soluciones»: yo pongo el eslogan.
(El Mundo, 9 de agosto de 2012)
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