Un adolescente escribe —con su dedo índice— la palabra "límpiame" sobre el polvo de la ventanilla del ómnibus. Una madre pregunta a su hijo cómo está el baño de la escuela y éste confirma que "la peste no lo deja ni entrar". Una estomatóloga se come una fritura delante de su paciente y con las manos sin lavar procede a extraerle la muela. Un transeúnte hace gotear el queso de su pizza —recién salida del horno— sobre la acera, donde se acumula en un charco de grasa. Una camarera limpia con un trapo pestilente las mesas de la heladería Coppelia y reparte vasos pegajosos por sucesivas capas de lácteo mal fregadas. Un turista se bebe embelesado un mojito en el que flotan varios cubos de hielo hechos con agua del grifo. Una fosa albañal se desborda a pocos metros de la cocina de un centro recreativo para niños y adolescentes. Una cucaracha pasa rauda y veloz por la pared de la consulta mientras el médico ausculta al paciente.
Todo eso y más podría enumerar, pero he preferido hacer una síntesis de lo que he visto con mis propios ojos. La higiene de esta ciudad muestra un deterioro alarmante y crea un escenario propicio para la propagación de enfermedades. El brote de cólera en el oriente del país es una triste advertencia de lo que podría ocurrir también en la capital.
La ausencia de una instrucción sanitaria desde los primeros años de vida ha hecho que lleguemos a aceptar la suciedad como el entorno natural en el que debemos movernos. Las carencias materiales aumentan también el riesgo epidemiológico. Muchas madres usan varias veces los pañales desechables de bebé, rellenándolos con algodón o gasa. Las botellas de plástico recogidas de la basura sirven de envase para fabricantes de yogurt doméstico o para vendedores de leche en mercado ilegal. El deficiente suministro de agua que padecen numerosos barrios disminuye el lavado de manos e incluso la cantidad de baños a la semana.
Los elevados precios y el desabastecimiento de los productos de limpieza complican aún más la situación. Ahora mismo resulta muy difícil encontrar en alguna tienda una frazada para limpiar el piso y el detergente también escasea. Mantenerse limpio es caro y complicado.
La semana pasada, los medios informativos anunciaron un nuevo código de sanidad para el manejo de alimentos, medida —sin dudas— bienvenida. Pero los graves problemas higiénicos que muestra La Habana no se resuelven a base de decretos y resoluciones. Educar en el aseo, ensalzar desde edades tempranas la necesidad de la limpieza sería un paso trascendental para lograr verdaderos resultados. La escuela tiene que ser un modelo de pulcritud, no el sitio donde los estudiantes tienen que taparse la nariz para ir al servicio. El maestro tiene que transmitir normas de aseo, tanto como enseña oraciones y fórmulas matemáticas. También se debe abaratar y mantener estable el suministro de productos para el lavado del cuerpo, de la ropa y de los hogares. Eso se vuelve imprescindible y perentorio en la situación que estamos viviendo. Necesitamos medidas urgentes que no se queden sobre el papel sino que toquen las conciencias, sacudan esta conformidad con la mugre que nos rodea y logren devolvernos una ciudad limpia, cuidada.
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