por Arturo Pérez-Reverte.
Hieren su sensibilidad. O sea, molestan a los lectores. Los desconsiderados redactores que metieron en los periódicos de papel o digitales unas fotos de niños escabechados en la última matanza de la guerra civil siria, no tuvieron en cuenta que enseñar cadáveres es de mal gusto. Incurrieron en el voyeurismo sórdido. Y claro, numerosos ciudadanos irritados se han dirigido a los medios correspondientes, afeándoles la conducta. Niños degollados y sangre. Qué espanto. Qué inapropiado. Me han causado ustedes un problema de tipo emocional de aquí te espero. Hacen de la muerte un espectáculo, de la tragedia un morbo. Mostrar carnaza es propio de periódicos y revistas de baja categoría. Una falta de respeto para lectores y víctimas. Etcétera.
Tiene gracia. Aunque sea puñetera gracia. Esas quejas de lectores sensibles coinciden exactamente con lo que una individua sectaria, desabrida y biliosa, hoy ideóloga ética en la telebasura y entonces directora de Informativos de TVE, nos decía a principios de los 90 cuando mandábamos cada día carne fresca, recién descuartizada, desde los Balcanes. Los combates de Vukovar. Los degollados de Petrinja. Los morterazos del mercado de Sarajevo. La bomba de Dobrinja. El hospital Kosevo, con la gente llegando reventada por la metralla y la morgue llena hasta la puerta, donde el suelo rojo hacía chof, chof, cuando lo pisabas. Imágenes de la matanza cotidiana, grabadas, jugándose la vida bajo las mismas bombas que mataban a esa gente, por Márquez, por Miguel de la Fuente, por Paco Custodio. Por mis compañeros y amigos. Profesionales que estaban allí para mostrar lo que ocurría, la atrocidad y la barbarie; no para plantearse problemas éticos sobre la sensibilidad de los espectadores. Pero la jefa -tener esa jefa era una desgracia como otra cualquiera- se ponía como una fiera. No mandéis esas imágenes, que son muy fuertes. Malvados. Si grabáis mucho niño muerto, os los quitaremos de la crónica antes de emitirla en el telediario. Por suerte, entre ella y nosotros estaba Miguel Ángel Sacaluga, el subdirector, que metía lo que le enviábamos y nos cubría las espaldas -nunca se lo agradeceré lo suficiente- porque estaba tan cabreado como nosotros de tanto paño caliente, tanta diplomacia y tanta mierda: Javier Solana, el negociador simpático, morreándose con los verdugos y repitiendo, con mucho plural de por medio, que todo iba a solucionarse de un momento a otro. Así, día tras día, mes tras mes, año tras año. Y mientras la cobarde Europa por él representada miraba hacia otro lado, en Sarajevo faltaba tierra para enterrar a la gente, y hasta los campos de fútbol había que convertirlos en cementerios. Por eso me da tanta risa torcida cuando al correo del lector de tal o cual periódico acude la peña con quejas. Si aquella foto debió publicarse entera o cortada, en primera o en páginas interiores. Si a la niña de catorce años violada y degollada deberían haberle tapado ustedes la cara para cumplir con las leyes de protección a la tierna infancia. Si la imagen de esa mujer destripada no lleva pie de foto con crítica explícita a la violencia machista. Si difundir la imagen de treinta cuerpos amontonados junto a una pared acribillada de impactos de bala supone una falta de respeto al dolor de sus familias. Y es que no se han enterado de nada, rediós. Esos menguados olvidan que la función de las imágenes de guerra atroces es precisamente ésa. Sacudir, atormentar, herir la sensibilidad del lector, del espectador, lo más que se pueda. Decirle: mira, gilipollas, esto es real. Así muere la gente cuando la matan. Y para que te enteres: en Siria y en todas las Sirias repartidas por el puerco mundo, son precisamente los familiares de esas víctimas los que desean que se fotografíen y graben las matanzas. Son ellos quienes se juegan la piel para llevar a los periodistas hasta allí, y de ese modo hacer al mundo testigo de un horror que, de otra manera, quedaría oculto y con frecuencia impune. Dudo que ningún editorial de periódico, ninguna tertulia televisiva, logre hacer con sus argumentos que alguien odie tanto a los nazis como la brutal visión de las imágenes de Auschwitz o Dachau, a la hora de comer. Por ejemplo. Pero es que la cuestión real no es ésa. Lo que ocurre es que esta sociedad anestesiada, egoísta, que a pesar de la que está cayendo fuera y dentro sigue sin querer enterarse de en qué peligroso mundo vive, está empeñada en que nadie le altere el pulso. En que no la despierten de su imbécil sueño suicida. Lo que pide, o exige, es vivir cómodamente sentada en el sofá, zapeando entre anuncios con gente que baila y sonríe, Sálvame y el puto fútbol.
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