Cuando, hace más de 20 años, empezó la aventura del euro, algunos pocos economistas discrepamos con aquella decisión. Argumentos económicos, antiguos y sencillos, mostraban que una política monetaria común requiere, antes de todo, una efectiva integración de las economías reales y unas políticas fiscales coordinadas. Debieron ponerse en pie antes y no después de la política monetaria común. La decisión de introducir el euro nos pareció, entonces, una huida hacia adelante debida a motivaciones exclusivamente políticas: diversas élites europeas veían la unificación alemana como un amenaza potencial, que, para ser neutralizada, necesitaba el sacrificio del todopoderoso Deutsche Mark en el altar de la unidad europea. Estas mismas élites deseaban que la estabilidad financiera alemana contagiara los demás países reduciendo el riesgo de inflación, y de devaluaciones, y, en consecuencia, los costes de financiación en los mercados internacionales. Mientras la primera motivación era central para Francia, la segunda importaba más a España y, especialmente, a Italia que, con una deuda pública que rozaba el 120% del PIB, ya afrontaba graves problemas para financiarla. Además, la adopción del euro preveía, a través de los fondos de cohesión, sustanciales transferencias de recursos desde los países del Norte de Europa a los del Sur e Irlanda.
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