Carlos Rodríguez Braun.
Paul Krugman (1953), premio Nobel de Economía y darling de la izquierda, cultiva la fantasía predominante conforme a la cual tras 1989 el Estado se contrajo hasta virtualmente desaparecer: “los derechos de propiedad y los mercados libres se consideran como principios fundamentales
el capitalismo rige el mundo sin que nada le haga sombra”. Y usted, que cada vez padece más impuestos, controles, prohibiciones y multas, sin enterarse.
Este libro, nueva edición adaptada del publicado en 1999 y que tradujo también Crítica, está bien escrito y hará las delicias del pensamiento único, como que llega a secundar a Galbraith y a definir el socialismo como justo. También repite la muletilla de que la intervención del Estado salvó al capitalismo, y arguye que todo se debió a un benéfico “pacto keynesiano”; es característico de la corrección política abusar de las virtudes taumatúrgicas de unos pactos sociales tan extraños que los ciudadanos no pueden evitar firmarlos.
Claro, alguien que cree esto es capaz de creer cualquier cosa, por ejemplo, que lo malo de las economías es que se han vuelto más libres; con esa premisa no sorprenderá al lector que Krugman concluya que lo bueno para las economías es que se vuelvan menos libres. Se entusiasma con el modelo de la cooperativa de canguros, una especie de fábula de las abejas mandevilliana, y le saca más jugo del que puede dar, pero el lector crítico disfrutará con ello y con la paradoja de que el autor despotrica contra el liberalismo pero lo que relata es el fracaso reiterado del intervencionismo y los desastres perpetrados por los gobiernos contra la prosperidad de sus súbditos.
El caso de Greenspan, a quien el periodista más famoso de Estados Unidos jaleó como “maestro”, es paradigmático. Krugman critica al otrora idolatrado presidente de la Reserva Federal con acierto: “estuvo al frente de la institución financiera durante no una sino dos extraordinarias burbujas de activos, la primera, bursátil; la segunda, inmobiliaria”.
Y sin embargo Paul Krugman no escapa de lo convencional: los bancos centrales pueden resolver los problemas financieros y, en línea con las nuevas autoridades norteamericanas en las que tan poco confía, el problema no está tanto en los bancos normales como en la llamada banca en la sombra, “shadow-banking”, el nuevo chivo expiatorio que se han inventado para tranquilizarnos con el argumento de que si aumentan los controles, entonces ya no habrá crisis en el futuro.
Por desgracia, lo que dice Krugman del futuro no está claro. Ya desde el título proclama que la gran depresión no es cosa del pasado sino que vuelve. En el medio nos habla de los amos del mundo (que, por supuesto, no son los gobernantes sino los hombres de negocio) y no sabemos si hay conspiraciones universales o no; nos asegura que la inflación es lo que Japón necesita; y, en todo caso, es imprescindible aún más intervención, porque la libertad es malísima y los inversionistas privados generan las crisis económicas; y si es menester nacionalizar pues se nacionaliza, aunque sea temporalmente.
Pero, ¿hay depresión o no? Sospecho que no lo sabe, porque concluye que no estamos en una depresión, y no habrá una depresión, “pero sí estamos sumidos de lleno en el reino de la economía de la depresión”.
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