A mediados de los años ochenta entrevisté a Hayek para Revista de Occidente, y me dijo: “Keynes era un genio, pero no era un buen economista”.
Esto último es lo que demuestra el joven investigador y profesor Juan Ramón Rallo en su libro Los errores de la vieja economía (Unión Editorial), que despliega una sana insolencia gracias a la cual no cree que las cosas sean verdad sólo porque las diga el más célebre de los economistas.
Así como la crisis de 1930 fue señalada por la izquierda como la prueba de que el capitalismo era intrínsecamente inferior al socialismo, la crisis actual también ha reverdecido a los enemigos de la libertad de todos los partidos, que ya no jalean a Marx con el entusiasmo de otrora, pero que están encantados redescubriendo a Keynes. Conviene, por tanto, refutarlo, que es el propósito de este libro.
Lo que escribe Rallo, en línea con Henry Hazlitt, es una “Guía de Keynes” siguiendo la Teoría General, pero no laudatoria, como las clásicas de Alvin Hansen o Raúl Prebisch, sino crítica. Empieza subrayando la equivocación de Keynes en su asalto a la Ley de Say, porque distorsionó al economista francés. A continuación desarrolla las tres variables exógenas que determinan, junto con el nivel de empleo, la demanda efectiva –la propensión a consumir, la eficiencia marginal de capital y los tipos de interés– y prueba sus interrelaciones, en contra de las tesis keynesianas.
Tras las tergiversaciones de Say vienen las definiciones confusas y los errores en el planteamiento de las unidades, en las expectativas y en la categorización del ahorro y la inversión. Los engaños del consumo keynesiano, esa especie de milagro que permite ahorrar sin dejar de consumir, culminan en propuestas disparatadas conforme a las cuales cualquier gasto mayor es bueno. Denuncia Rallo los errores de Keynes sobre el tipo de interés, el ahorro y la inversión; la eficacia marginal del capital no es decreciente a largo plazo ni inestable a corto. Y el problema no radica en la carestía de medios de pago, sino en “la extraordinaria e imprudente elasticidad en su creación y en las consecuencias de su destrucción acelerada”; Keynes no reconoce los problemas del capital “cegado por su obsesión contra el atesoramiento de dinero”. Demoniza erradamente la especulación, como tantos otros, y con sus falacias “consiguió anular el principal mecanismo de ajuste que existe en las economías capitalistas para coordinar de manera consistente los planes de todos los individuos”.
La conclusión del doctor Juan Ramón Rallo es que no es cierto que la salida de la crisis deba pasar por más gasto público y más inflación, medidas que pueden dificultarla. Tampoco cree en la trampa keynesiana, ampliamente compartida a derecha e izquierda, de que la coacción política y legislativa deba aumentar por nuestro bien o para salvar el capitalismo mediante el paradójico expediente de socializarlo.
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