He vuelto a disfrutar leyendo al médico y escritor británico que escribe bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, al que he glosado aquí en EXPANSIÓN y cuyos libros, por desgracia, no han sido traducidos: sólo puede ser leído en español en los artículos que publica en Actualidad Económica.
El volumen Second opinión. A doctor’s dispatches from the British inner city (Monday Books) es una recopilación de piezas breves sobre su experiencia en la consulta de un hospital público aparecidas en The Spectator, que llevan al lector a restregarse los ojos y preguntar: ¿esto sucede realmente en Reino Unido? Concluye Dalrymple: “Hemos perdido nuestra cultura, somos un país de salvajes”. Los retratos que se van sucediendo de bárbaros, maleducados, crueles, borrachos, drogadictos, incapaces de reflexión y de afecto invitan a responder afirmativamente. Y hay más.
Dalrymple presenta una crítica feroz al pensamiento único, desde la supuesta “liberación” de la mujer, que socava el matrimonio y acaba dejándola sola a cargo de sus hijos, sometiéndola a los caprichos y la violencia sucesivos de unos hombres parcos en atención y cariño, hasta todo el Estado del Bienestar, al que ve como el degradador y desmoralizador de la sociedad, particularmente de los más pobres y humildes, sus principales víctimas.
Es el fracaso del intervencionismo lo que el lector contempla todo el rato: “Cuando la burocracia intenta resolver un problema, sus medidas solamente tienen consecuencias no deseadas”. Así, el Estado termina persiguiendo con dedicación y saña a los conductores y los fumadores, pero no sólo permite sino que hasta fomenta la delincuencia, propiciando la proliferación de irresponsables subsidiados. (Entre paréntesis, apunta el autor que en algunas dictaduras ha visto ámbitos de libertad perdidos en las democracias; alguien podría recordar que bajo el franquismo había toros en Cataluña y se podía fumar en los bares.)
Caen bajo la crítica tópicos caros al pensamiento único como el multiculturalismo, la no discriminación, las injusticias sociales, el grafiti como muestra de cultura, y una educación pulverizada que, en vez de una autoridad firme aunque amable, favorece una mezcla de “indiferencia disfrazada de indulgencia y de sadismo disfrazado de disciplina”.
El libro puede hacer sonreír con amargas ironías, como cuando pondera la obesidad como útil para evitar que las puñaladas de los delincuentes se hundan lo suficiente como para interesar órganos vitales… Puede ser punzante, como cuando resume las tres reglas de la política y la burocracia: “Haz lo que no debes; no hagas lo que debes; y concéntrate en lo trivial a expensas de lo importante”. Y atesora observaciones profundas como esta: “Hoy, cuando el hombre tiene más control sobre la naturaleza que nunca antes, parece no tener más control sobre sí mismo que en los albores de la Historia: sigue comportándose tan mal como siempre, pero con un abanico de opciones más amplio”.
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