Ni se sabe cuántos muertos fueron. Las estadísticas se
presentan con la aparatosa seguridad de costumbre, pero no resisten la
investigación del detalle. El Ministerio del Interior anota 91 muertos a causa
de la violencia etarra en 1980: pero enlos periódicos hay más muertos. La
Asociación de Víctimas del Terrorismo da un centenar: pero incluye erróneamente
en el detalle a algunos que mató la ultraderecha. Las páginas de EL PAÍS llevan
97 muertos a causa de ETA, incluyendo sus periferias Político-Militar y Comandos
Autónomos: pero ningún periódico puede garantizar que haya dado noticia exacta
de los muertos de aquel año.Contar muertos es un ejercicio siniestro y
desmoralizador, pero tal vez se trata de evitar la última muerte de las
muertes. Hay más: 25 personas, vascos la inmensa mayoría, murieron a manos de
la ultraderecha, generalmente agrupada en el que fue llamado Batallón
Vasco-Español. Y, finalmente, seis presuntos miembros de ETA cayeron en
enfrentamientos con la policía. En total, 128 personas, a las que pueden
sumarse los cinco asesinatos que cometió los GRAPO (Grupos de Resistencia
Antifascista Primero de Octubre). Un muerto cada sesenta horas.
En 1980 sólo había dos cadenas de televisión en
España. Ninguna autonómica y ninguna privada. Las tertulias radiofónicas -y el
papel de la radio como generadora de opinión- eran desconocidos. Los periódicos
no se publicaban los lunes (lo que dejaba muchos pequeños, remotos muertos
colgados en el limbo del fin de semana). Es decir que el universo mediático era
infinitamente mucho más reducido que ahora y su lente de aumento mucho menos
capaz. Pero, a pesar de todo sorprende la parquedad tipográfica -y sorprende el
léxico: "Nuevo asesinato político en el País Vasco", por ejemplo- con
que los periódicos trataron, aquel año de 1980, muchos asesinatos de ETA. Hay
muertos que se deslizan por el sumidero de un breve; detenciones masivas
liquidadas en media columna; muertos, bien muertos, que enroscados con el
muerto anterior o con el siguiente -hubo días de hasta tres atentados-, no
pueden alcanzar ni siquiera el titular y aparecen por la escotilla lacerante de
un ladillo. En aquellos años, un lugar común de la discusión académica sobre el
periodismo era el tratamiento informativo que debía darse a los actos
terroristas. Una parte de los opinantes, influidos por las especulaciones
intelectuales de Guy Debord o Baudrillard, y por los fenómenos terroristas de
la Baader-Meinhoff en Alemania y de las Brigadas Rojas en Italia, sostenía que
el terrorismo era, esencialmente, un acto más del gran teatro informativo y que
cuando el foco proyectado sobre él se apagara también se apagarían sus
acciones. Es bien improbable que la aludida parquedad informativa respondiera a
esa estrategia intelectual: más bien tuvo que ver en ello el alud de muerte -en
el País Vasco parecía haber más terroristas que periodistas- y el efecto
paralizante que tiene, para el periodismo, la repetición de los escenarios. En
cualquier caso, la parquedad -paradójicamente desorbitada, a veces, por
fotografías en blanco y negro que mostraban desesperadamente el horror y que
hoy no se publicarían- no pareció limitar el alcance de la muerte.
1980, en efecto, fue un año de mucha muerte. ETA mató
como nunca lo había hecho hasta entonces y como nunca lo ha hecho después. (Por
poner dos ejemplos extremos de comparación: en 1979 mató a 76 personas y cinco
en 1996). Pero fue un año de muerte sin nombre. ETA no mató nombres, ni
siquiera galones, aunque secuestró a tres industriales, que le dieron más de
200 millones de la época. Suscomandos apenas salieron de Euskadi y cuando
lo hicieron, en busca de generales -el general Esquivias o el general Criado-
sólo supieron matar soldados, muchachos con ese destino. La letra pequeña de
los periódicos está llena de comerciantes sorprendidos al bajar la persiana
metálica de sus tiendas, de mecánicos que se presentan en la puerta del taller
porque alguien ha voceado su nombre, de taxistas rematados al final de la
carrera, en lo alto de un monte, de propietarios de bares que algo habrían
dicho u oído, marmolistas, relojeros, gente de leva. La lista rezuma también
venganza. Venganza a veces retardada respecto del franquismo, y sus humillaciones
y sus crímenes, más o menos antiguos. Los periodistas solían añadir algunos
comentarios a la hora de explicar estas muertes. "Era de ideas
derechistas". O bien: "Fue acusado de ser confidente de la
policía". O incluso: "Pese a carecer de trabajo, las víctimas
llevaban una vida bastante holgada". Las fuentes de esos comentarios,
cuando se citaban, eran siempre las mismas: "Círculos abertzales han
declarado a este periódico que la víctima..." La voz de las víctimas no se
escucha en absoluto, aunque haya decenas de cadáveres en esa fosa común. Sólo
en un párrafo marginal, un día cualquiera, una viuda reta a los terroristas
para que demuestren que su marido traficaba con drogas. El reto cuelga.
El otro gran grupo de muertos son guardias civiles y
policías. En 1980 podían encontrar la muerte en los restaurantes, porque aún
iban a comer allí de uniforme. Entraban dos y los ametrallaban y en todas las
gacetillas, los testigos juraban que no habían podido ver nada. Si no era en
las ciudades o los pueblos, la muerte acechaba en cualquier cándida -tal vez
inexorable- exhibición, cuando los convoyes de la Guardia Civil desfilaban por
las carreteras de Euskadi como si se tratara de la caravana de los Reyes Magos.
En los márgenes de la carretera, jóvenes etarras empezaban a disparar sus
ametralladoras y algunos morían -a pesar de sus chalecos antibalas- y en el
aire flotaba un violento aroma a revolución en marcha y a pueblo en armas, un
aroma que nunca ha tenido el tiro en la nuca.
Entre los muertos, claro está, los errores. El
jubilado que compra un estanco al que tenía que morir en su lugar. El niño,
José María Piris, por ejemplo, que juega con una bomba. O los gitanos,
voluntariamente fuera del mundo, pero susceptibles de morir por la nación: tres
gitanos destrozados por una bomba del Batallón Vasco-Español, tres si obviamos
que uno de ellos era mujer y estaba embarazada de ocho meses y que el feto
apareció fotografiado entre los otros cuerpos, cadáver ya sin haber nacido: o
el que volvía de madrugada por una carretera de Hernani, tocado con boina, y
quien sabe si fue la boina lo que tirotearon.
El 9 de marzo de 1980 hubo elecciones en Euskadi, las
primeras al Parlamento autónomico, que ganaría el Partido Nacionalista Vasco.
ETA mató hasta el 20 de febrero y reanudó las actividades el 18 de marzo. Ésa
fue toda su tregua. El año de más muerte de su historia fue el mismo año en que
Euskadi recuperaba de manera ejecutiva su capacidad de autogobierno. Y entre
los muertos, como veinte años después, también los políticos y con el mismo
especial interés "por los representantes de la opresión española".
Los "opresores" eran entonces miembros de la Unión del Centro
Democrático (UCD), como Ramon Baglietto, José Ignacio Ustarán, Jaime Arrese o
Juan Duval. El día que mataron a Baglietto, el secretario general de UCD en
Guipúzcoa era Jaime Mayor Oreja, hoy ministro del Interior. Sobre el cadáver de
su compañero, Mayor decía: "Hasta los que creemos en la democracia estamos
llegando a pensar que esta situación no puede ser mantenida. Somos impotentes
ante la sensación de que nos están cazando como conejos". Las
declaraciones de los políticos viajan mal con el tiempo y no se debe abusar del
sentido que deparen tras el viaje. Pero es indiscutible que contribuyeron a
determinar la realidad del momento en que se pronunciaron. "La solución al
terrorismo está en que mueran más terroristas que guardias", decía Fraga.
"Repruebo la muerte de Ustarán , a título personal, aunque estoy
absolutamente disconforme con la errónea política de UCD en Euskadi",
decía Juan María Bandrés, dirigente de Euskadiko Ezkerra. "Cualquier
persona que no condene el terrorismo es terrorista", decía José Ángel
Cuerda, miembro del PNV y entonces alcalde de Vitoria.
Los crímenes de ETA tuvieron la criminal respuesta del
terrorismo de retórica ultraderechista. Si 1980 fue el año crucial del
terrorismo etarra, así sucedió también con el terrorismo de extrema derecha que
mató en un año todo lo que el GAL hizo nunca. Ese terrorismo tuvo episodios tan
singulares como el ametrallamiento del bar Hendaya y el posterior y apresurado
paso por la frontera de los asesinos, un hecho que provocó una crisis política
entre España y Francia.
1980, después de veinte años, ofrece un terrible y
extraño panorama. Hasta tal punto extraño que cabe pensar que lo tragamos sin
quererlo notar demasiado. En cualquier caso, ante su evidencia, y ante los
también terribles dos años que lo precedieron se impone una certeza incómoda:
la transición española -ejemplar en tantos de sus movimientos- no comportó una
nueva guerra civil, pero seguramente está lejos de poder considerarse, como
quiere el mito, una transición pacífica. Demasiados muertos, demasiados
heridos, y demasiado presente la violencia etarra en el diseño general de las
políticas de los gobernantes y en su psicología.
Si la pregunta es cómo la sociedad española sobrevivió
al año de 1980, la respuesta es estricta: agazapada. 133 asesinatos dieron como
únicas respuestas populares de cierta importancia la movilización de 30.000
personas en Pamplona y 15.000 en San Sebastián. El agazapamiento fue una de las
constantes de la transición. Hay quien dice que una de sus mayores ventajas
prácticas. Veinte años después, la muerte -atenuada- continúa. Pero ni el dolor
ni la ira se tramitan ya a cal y canto.
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