Por Mario Vargas Llosa.
Entre el 21 y el 23 de noviembre hubo en los barrios pobres de Guadalajara (Jalisco) lo que los mexicanos llaman levantones, es decir, secuestros. Las víctimas eran, casi todas, jóvenes de humildes oficios -repartidores, electricistas, mecánicos, vendedores de chatarra, panaderos- y algunos de ellos estaban fichados por la policía por delitos menores como atracos callejeros y robo de autos.
Un día después, el 24, todos ellos aparecieron -eran 26- muertos, con las manos y pies atados, huellas de balas en la cabeza y algunos con señales de tortura. Los asesinos embutieron los 26 cadáveres en tres camionetas robadas que dejaron cerca de los Arcos del Milenio, en pleno centro de la ciudad y a pocas cuadras del local donde dos días más tarde se inauguraría la 25ª edición de la Feria Internacional del Libro, sin duda la más importante de las muchas que se celebran en el mundo de lengua española.
¿Quién y por qué perpetró ese horrendo crimen? Según un reportaje estremecedor aparecido en el semanario Proceso, del 27 de noviembre, los asesinos fueron sicarios de uno de los cárteles más poderosos de la droga, el de Zeta-Milenio, que con esta matanza se proponía simplemente advertir a un cártel rival, el del Pacífico, lo que le esperaba si seguía empeñado en tender sus redes en tierras de Jalisco, que los zetas consideran exclusivamente suyas. Lo que pone los pelos de punta al leer esta crónica no son solo los horripilantes excesos de crueldad cometidos por los forajidos en esta ocasión, sino que salvajismos de esta índole son frecuentes en distintos lugares de México, donde cerca de 50.000 personas han perecido ya desde que el Gobierno del presidente Felipe Calderón decidió enfrentar militarmente los cárteles de la droga que habían comenzado a infiltrarse como una hidra por todos los vericuetos del Estado, empezando por los cuerpos policiales.
Declarar esta guerra fue un acto de coraje, sin duda, que ha servido para sacar a la luz del día y mostrar el enorme poder económico y bélico del monstruo que anidaba en las entrañas de la sociedad mexicana, pero, también, para comprobar lo quimérico que es ya en nuestros días creer que se podrá acabar con el tráfico de drogas y la delincuencia y crímenes que genera mediante la simple represión. La bestia ha crecido demasiado y cuenta con demasiados recursos para poder derrotarla por las armas de modo definitivo. Ella se reproduce como las serpientes en la cabeza de la Medusa y la violencia que desata puede llegar a desarticular el funcionamiento de todas las instituciones y a convertir la democracia en una caricatura de sí misma.
Proceso reproduce el mensaje que los autores del asesinato dejaron garabateado en una de las camionetas. Basta tratar de leerlo para darse cuenta de la indescriptible mescolanza de ignominia, crueldad y estupidez que guía a los forajidos. Comienzan advirtiendo que "el pleito no es con la población civil. Es con el Chapo y Mayo Zambada que andan queriendo pelear y no defienden ni su tierra". Acusan a sus enemigos de ser "informantes de los gringos" y piden a las gentes de Jalisco que "se quiten la venda de los ojos". Añaden: "Aquí les dejamos estos muertitos. Sí, los levantamos nosotros para que miren que sin la ayuda de ningún cabrón estamos metidos hasta la cocina". Se despiden de este modo jactancioso: "Atentamente. Grupo Z, el cártel fuerte a nivel nacional. El único cártel no informante de los gringos. Lealtad, honor, Grupo Z, siempre leales". (He puesto la puntuación para hacer algo más comprensible ese mazacote sintético). Lo que parecen querer decir es muy simple: "Asesinamos a esos 26 solo para demostrar que podemos hacerlo". No tenían inquina alguna contra sus víctimas. Los aniquilaron solamente para que el enemigo supiera que estaban en condiciones de acabar con cualquiera que pretendiera disputarles el monopolio que se habían ganado a punta de dinero y balazos.
¿Significa esto que México seguirá hundiéndose en la barbarie de manera irreversible?
Nada de eso. Yo llegué a la ciudad de Guadalajara dos días después de aquella matanza, permanecí cuatro días en la ciudad y no vi ni un solo muerto ni una sola escena de violencia. Más bien, mañana, tarde y noche estuve rodeado de libros y de gentes cultas, apasionadas por el arte, las ideas, la música, la poesía, las novelas, hombres y mujeres que acudían en masa a escuchar presentaciones de novedades literarias, diálogos y debates de escritores, filósofos, politólogos, críticos y masas de personas que salían de los interminables pabellones de la Feria con enormes bolsas llenas de los libros que acaban de comprar. Tuve un diálogo público con Herta Muller sobre la vocación literaria y creo que ninguno de los dos vio jamás un público tan atento y numeroso, unos 1.800 espectadores. Cualquiera que hubiera vivido solo esa experiencia hubiera concluido que México está muy lejos de la barbarie y es uno de los países más civilizados, libres y cultos del planeta.
En verdad, México, como el resto de América Latina y buena parte del mundo, es ahora las dos cosas a la vez. Si, antaño, parecía que la civilización y la barbarie tenían bien definidas sus demarcaciones y eran antagónicas, hoy descubrimos que aquella era una más de las muchas ilusiones que fabricamos para no sentirnos demasiado inseguros en el mundo en que vivimos. Gracias al fanatismo religioso y político y su símbolo -el terrorista suicida- y a la criminalidad que la industria de la droga genera por doquier, además de factores como las enormes desigualdades económicas, el desplome de los valores espirituales y religiosos y el generalizado desapego a la ley, la barbarie es hoy un ingrediente esencial de la civilización, una de sus expresiones. No es una casualidad que en Noruega, que parecía un pequeño paraíso, el salvador de la humanidad Anders Behring Breivik se cargara el 22 de julio pasado a 77 inocentes, solo para mandar un mensaje al adversario, como hacen los zetas mexicanos.
Cuando recuerda que el Holocausto fue obra de un país que era el mismo de Goethe, Beethoven, Rilke y Thomas Mann, George Steiner saca la siguiente lección: "Las humanidades no humanizan". Tal vez tenga razón, tal vez sea cierto que la cultura no nos defiende contra el instinto tanático de destrucción y muerte que se disputa en nuestro ser con el Eros constructivo, solidario y vital.
Pero, acaso, la cercanía del peligro y del horror sea un poderoso aliciente para el quehacer cultural, lo impregne de una atracción hechicera y de una fuerza mágica a la que inconscientemente acudimos en pos de consuelo, ayuda, seguridad, cuando el suelo parece estar cediendo bajo nuestros pies. ¿Es esa la explicación de la extraordinaria concurrencia de jóvenes que, procedentes de todas las provincias de México, acuden a la Feria del Libro de Guadalajara? Las tres o cuatro veces que he estado allí siempre me llamó la atención esa presencia sobresaliente de chicos y chicas. Y este año ella ha sido infinitamente más numerosa que las anteriores, añadida de un gran número de niños que poblaban los pabellones de literatura infantil. Esos millares de muchachos y muchachas circulando por todos los rincones de la Feria, haciendo largas colas para asistir a los actos programados, hojeando los libros de las estanterías o leyendo tumbados por los suelos o apretujados en los cafés y salas de descanso, parecían inmunizados contra los peligros que erizan las calles de México, fuera del alcance de esos pistoleros semianalfabetos, armados de las armas más modernas de la industria bélica, que levantan a los indefensos transeúntes y los matan solo para que sus competidores sepan lo feroces y mortíferos que son.
La Feria del Libro de Guadalajara comenzó hace un cuarto de siglo sin muchas ínfulas pero ha ido creciendo de manera sistemática, sin pausa, y es ahora un encuentro internacional al que acuden editores, agentes, libreros, escritores y lectores de todos los países del globo. Su notable éxito se debe a que ha sabido combinar el aspecto industrial y comercial con el cultural, de mercado que es al mismo tiempo un semillero de actividades creativas en la que participan intelectuales y escritores de todas las culturas del globo. Ahora no solo existe en el Estado de Jalisco. Desde el año pasado se celebra también en Los Ángeles y esta es, creo, la única feria en Estados Unidos dedicada exclusivamente al libro en español.
Se trata de un espectáculo hermoso y gratificante, sin duda. Y, también, de un homenaje a esos 26 pobres diablos sacrificados de manera inmisericorde por las guerras cainitas del narcotráfico. Porque no hay nada más lejano de la muerte, la crueldad y la brutalidad que el amor por los libros.
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