La tortura y muerte de Gadafi se exhibe sin pudor en los medios de todo el mundo. Algunos como el Times ponen un cartelito para que confirmes, antes de entregarte a la orgía, que eres mayor de 18 años y un buen chico. Supongo que a nadie van a sorprenderle estas maneras del populacho. Algo parecido debieron de hacer con Clara Petacci y Mussolini, a los que ahorcaron, quemaron y colgaron; y con tantos otros tiranos. Cuando el poder mata sin juicio (los crímenes de Gadafi o de Sadam, por ejemplo), oculta las pruebas, a fin de preservar su poder. El populacho necesita mostrarlas por todo lo contrario: como señal definitiva de que el poder ha cambiado de manos. La evidencia de que en la turba se disuelve cualquier responsabilidad facilita mucho las cosas. La venganza del populacho, sin embargo, parte de una ilusión óptica: ese que trata de meterle un palo en el culo cree metérselo a Gadafi, aquel coronel brillante de bisutería, enfático y estrafalario, al que tantas veces lamió en la Plaza Verde de Trípoli. Pero el fracaso es constatable: el oropel ha huido como el alma huye del cuerpo; y ya solo se trata de un amasijo agonizante que implora. Pero, naturalmente, si el populacho indignado percibiera estas sutilezas ya no sería tal sino un educado grupo que va a ejercer su derecho al voto bajo el sol de una mañana de domingo.
Yo celebro la manga ancha de los medios a la hora de distribuir estas imágenes. Naturalmente es repugnante su vara de medir y la evidencia de que su actitud ante los agonizantes despojados de cualquier dignidad solo depende de la cercanía sentimental o los intereses que con ellos mantengan. Esto que con insondable hipocresía se llama el interés informativo e, incluso, en los más cínicos, el interés público. Pero yo, a pesar de todo, lo celebro. Para la mayoría de los que filman, el trofeo son las facciones de un hombre desnudo y ensangrentado que va a morir entre un hórrido griterío tribal. Para los que han dado un paso atrás (y un paso adelante civilizatorio) y apartan el foco del cadáver y filman las vejaciones, es decir, para nosotros, el trofeo es igualmente valioso en la medida en que muestra un comportamiento humano y político. También lo muestra por ausencia. Cuánto, ¡en lo humano y en lo político!, no habríamos dado por ver no solo el cadáver de Bin Laden, sino sobre todo la cara de los que le disparaban a la cara. Pero a nuestras ejecuciones extrajudiciales tampoco les falta ese punto de educada discreción con que el poder establecido se maneja.
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