En Tíbet, las reencarnaciones hacen más política que los políticos. Jordi Pérez Colomé


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El gobierno chino prohíbe colgar imágenes del Dalai Lama y difundir sus palabras. En trece días en Tíbet, no vi ninguna foto del principal líder tibetano. La búsqueda “Dalai Lama” en Google en Tíbet da error, aunque hay modos -al menos en inglés- de llegar a ver fotos y discursos en internet.

China no quiere que nadie mande por encima del Partido Comunista. Si el Dalai Lama viviera en el Palacio Potala en Lhasa -su residencia tradicional- y por algún motivo se opusiera a la voluntad del gobierno chino, los tibetanos le seguirían antes que al gobierno. Podría causar inestabilidad y problemas políticos.


A mediados de los 90, había que elegir la reencarnación. El comité de selección formado por el gobierno chino en Tashilumpo tenía varios candidatos. El abad del monasterio, en un movimiento arriesgado, los envió al Dalai Lama a la India para que reconociera primero al sucesor. El Dalai lo hizo y lo anunció. Los chinos se enfadaron.

El abad pasó años en la cárcel y el niño, Gedhun Choekyi Nyima, de cinco años, fue detenido junto a su familia y solo se sabe que vive en Pekín. “Es el prisionero político más joven del mundo”, dicen organizaciones de derechos humanos. Nadie habla en Tíbet de este niño; es un asunto tabú.


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