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Desde finales de los 90, he viajado bastantes veces por China. He estado en las ciudades principales, en medianas y en pueblos remotos. La última vez que fui fue en 2009. La sensación de progreso era constante e inevitable. Pekín por ejemplo era una ciudad nueva, distinta a la que viví en 1999. Ahora acabo de volver de allí.
Esta vez ha sido la primera en que he tenido la sensación de estar rodeado de gente como yo. Es evidente que no toda China es primer mundo, pero sí que hay centenares de millones de personas que viven en esas condiciones y con nuestras preocupaciones.
Estuve en Tíbet y los turistas chinos eran mayoría. No es una novedad: las “unidades” de trabajo chinas -las empresas, o dan wei, del sistema comunista- siempre han llevado a sus trabajadores a divertirse y conocer el país. En 2006, en el parque nacional de Jiuzhaigou, al norte de Sichuan, había montones de grupos.
Hace unos años, una cena de pescado en Cantón me costó 23 euros; esta vez, en el mismo restaurante, 44. Eran las dos de la mañana y estaba lleno a rebosar de chinos. En ese mismo restaurante, yo, por hablar chino, había sido una especie de atracción local, todas las camareras venían a ver el espectáculo de un guiri que hablara su lengua. Esta vez no pudo importarles menos.
El gobierno tiene dos grandes miedos para los próximos años: primero, evitar que quejas por asuntos locales se conviertan en nacionales; segundo, impedir que se junten los lamentos de los pobres -que sí los hay, sobre todo fuera de las grandes ciudades- con los de la clase media. El problema para China es si por ejemplo la corrupción se vuelve tan insoportable que todos salen a la calle para quejarse. Por ahora parece improbable. Los chinos están hoy más preocupados por que les arreglen sus problemas y seguir ganando dinero que en votar en unas elecciones.
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