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El sacramento de la política

Arcadi Espada.



      Querido J:
Sabrás que el nuevo gobierno, al mes de organizarse, ha querido ya dejar su particular marca del Zorro en la cansada piel ideológica de España. El encargado ha sido el ministro Gallardón y el motivo la ley del aborto. Al parecer los gobiernos no pueden pasar sin estas tomatinas. Un gran especialista en abrir conflictos, que aunque se agriaran nunca dejaban de ser pueriles, fue el presidente Zapatero. El gobierno popular no ha tardado en seguirle. Evidentemente en una España sometida a la EPA, al déficit y a la prima de riesgo, la ley del aborto y sus presuntos conflictos éticos y técnicos es un problema indistinguible en el fondo de armario estadístico. Pero no hay duda de que la apertura de estos conflictos tiene para los gobiernos dos virtudes: da fe de vida de la nueva época y procura aliento a la militancia (¡ya hemos pasao!) y afloja la presión sobre los verdaderos y arduos problemas de la coyuntura. Además el costo electoral de los subsiguientes debates es mínimo: sólo se ven involucrados los extremos de cada segmento (a la enorme bolsa centrista ni le van ni le vienen estos coloquios) y el periodismo, siempre cómplice de las alegrías pirotécnicas.
La vigente ley del aborto, cuya elaboración desencadenó hace un par de años el mismo debate que ahora va a producirse con resultados previsiblemente distintos, afecta a unas cien mil personas al año. La inmensa mayoría de ellas, sin embargo, no parecen ser abortistas por la nueva ley, por así decirlo. Bastará citar el número total de mujeres que se aprovecharon de la característica más llamativa de la nueva ley, y cuya reforma explícita ya ha adelantado el gobierno. Es decir, las mujeres que se beneficiaron de la posibilidad de abortar sin informar previamente a los padres: que fueron, exactamente, 151. Por lo tanto este, como el matrimonio homosexual, es uno de esos asuntos cuya capacidad de formar parte de la conversación no se corresponde con el número de afectados. Obviamente la audiencia no es el único criterio que debe regir la toma de decisiones políticas y morales; pero es pedagógico conocer cuántas personas hablan y opinan de un asunto sin rozarse ni siquiera con él. Por lo demás, ya sabes que me parece bien la decisión del anterior gobierno de darles a las mujeres de edades comprendidas entre los 16 y los 18 años la responsabilidad exclusiva de sus abortos. Porque creo que, por lo general, están maduras para ejercerla y porque creo que ningún padre puede imponer un nacimiento o un aborto a su hija. Yo soy partidario de la absoluta libertad para la embarazada, con la excepción de los matices que pueda aportar su espermatozoide de cabecera; o sea la degradada condición insuficiente, aunque lamentablemente imprescindible, de toda fertilización.
La descripción de los planes del gobierno en cuanto a la reforma del aborto ha coincidido en el tiempo con un hecho, en apariencia anecdótico, pero cuya vinculación con el sustrato ideológico de la reforma da una textura polémica interesante. Quizá sepas que al obispo de Valladolid (un tal Blázquez, decía Arzalluz), no le parece muy conveniente que una mujer que vive en concubinato (religioso) dé el pregón de la Semana Santa de Valladolid. Y no ha hecho variar su criterio el que la concubina sea vicepresidenta del Gobierno. El obispo esgrime que se trata del pregón de Semana Santa (y no de las Fiestas de Primavera de la ciudad, por así decirlo) y que, además, e ininterrumpidamente desde 1998, se celebra en la catedral de la ciudad. Desde ese año, por cierto, el pregón lo han dado sólo tres mujeres más, ninguna concubina: Paloma Gómez Borrero, mi santa preferida, y autora de un libro espléndido, casi diabólico, para cocinar pasta italiana (tú has gozado más de una vez de mis impresionantes espaguetis a la Sofia Loren, con laurel y tomate, y vienen de allí); Ana Botella, alcaldesa de Madrid, de la que recuerdo vivamente, para no hablar de política, la emoción que me produjo su posadoen la playa de Oropesa, y Concepción Velasco, nuestra segunda doña Concha, que dio el pregón en 1999, casada, al menos en la vida real. El sosiego matrimonial de los pregoneros masculinos es también generalizado. Es cierto que el torero Roberto Domínguez no vivía con su esposa en el año de su pregón, pero entonces no constaba la materialización jurídica de semejante avatar. Por lo tanto, observada y analizada la lista, esta va a ser la primera vez que una concubina pregone en la catedral de Valladolid. ¡Para que se diga que el Partido Popular no va a cambiar las cosas!
Creo que el obispo tiene razón en su queja. La vicepresidenta no vive conforme a lo que espera de ella la religión católica y debería haber rechazado discreta y elegantemente la invitación. Es cierto que la que prescribe la jerarquía no es la única manera de ser católico; pero si uno tiene otra no debe participar en ceremonias donde la jerarquía está implícita y explícita. Porque imprimen carácter. Hay muchas maneras de ser conservador; pero una, específica, es la de ser militante del Partido Popular. Y en ese caso deben asumirse, lógicamente, las reglas. Hay algo más, y aún más delicado, que trasciende lo personal para hacerse arrebatadoramente político. Algunas de las decisiones ideológicas del Partido Popular están inspiradas en lo que se llama «una concepción cristiana de la vida». Nadie puede dudar que es la concepción (e incluso la concha) que inspira la reforma de la ley del aborto que planea el ministro Gallardón.
Los miembros de un gobierno que justifica algunas de sus decisiones morales en una concepción cristiana de la vida deben vivir con arreglo a ella. De lo contrario incurrirían en el defecto de esos príncipes que se casan con plebeyas o de esos socialdemócratas, catalanes y nacionalistas, que llevan a sus hijos a la escuela privada alemana. Es decir, incurrirían en un caso más, y muy práctico, de doble vida. Ser católico tiene cosas estupendas: permite agonizar con esperanza y da respuestas claves y rápidas a infinidad de dilemas morales. Eso sí, tiene algunas incomodidades y algunas de ellas revisten una inexorable forma sacramental. Pero, a lo visto, la vicepresidenta no sólo quiere vivir como laica y gobernar como católica, sino que encima quiere dar pregones de Semana Santa en la catedral, y de Valladolid. Una mujer poderosa, ciertamente.
Sigue con salud
A.

El dilema de la pendiente por Manuel Conthe‏

¿Resulta moralmente admisible una “Ley de plazos” que permita el aborto libre? ¿Deben prohibirse las corridas y, si se hace, extenderse la prohibición a los correbous o encierros? ¿Es Cataluña una nación? ¿Debe permitirse a la policía parar espontáneamente y pedir que se identifiquen a personas de ciertas razas o etnias, por si son inmigrantes ilegales? ¿Deberían los Bancos Centrales elevar transitoriamente su objetivo de inflación (desde el 2% a, digamos, el 4% ó 6%) para facilitar la salida de la crisis financiera?


¿Debieran subirse los impuestos directos a los “ricos” para rebajar el déficit presupuestario provocado por la crisis? ¿Representan genuino “capital” las participaciones preferentes y otros productos híbridos emitidos por las entidades de crédito?

A mi juicio, todas esas dispares cuestiones –algunas de las cuales han dominado la vida política española en los últimos meses– resultan polémicas porque encierran un dilema común y espinoso: el de la “pendiente resbaladiza” (slippery slope).

Ese dilema surge del inevitable uso social de conceptos y reglas que no tienen una frontera nítida, ya que se proyectan sobre una realidad continua y gradual; en consecuencia, cualquier criterio de demarcación es siempre algo arbitrario, lo que hace que no nos repugne –e incluso nos atraiga– que se altere ligeramente; por desgracia, sin embargo, una serie de pequeñas alteraciones sucesivas nos podría llevar, pendiente abajo, a un resultado inaceptable, muy alejado del inicial; ahora bien, si para conjurar ese peligro nos aferramos a un criterio rígido e inamovible ¿no estaremos pecando de irracionales y aplicando varas de medir muy distintas a situaciones casi idénticas?

Paradoja del sorites

Eubúlides de Mileto, filósofo griego contemporáneo de Aristóteles, formuló el dilema en su célebre paradoja del “sorites” o “montón” (soros, en griego): si tenemos un montón de trigo, no desaparecerá si nos limitamos a retirar un solo grano.

Así pues, si un montón tiene granos, seguirá siendo un montón aunque pase a tener n-1. Ahora bien, si aplicamos ese razonamiento y vamos sustrayendo grano a grano, acabaremos llegando a la sorprendente conclusión lógica de que puede existir un montón de trigo sin un solo grano. Otra variante de la paradoja popularizada por Eubúlides es la “paradoja del calvo”: ¿cuántos pelos se le tienen que caer a un hombre para que podamos llamarle “calvo”? Si aceptamos que la caída de un único pelo no convertirá nunca a nadie en “calvo”, llegaremos a la conclusión de que nadie se convertirá en calvo por mucho pelo que pierda.

La paradoja se formula a veces como la “paradoja del batracio”: si filmamos el proceso de crecimiento de un renacuajo, ¿cuándo podremos decir con precisión que se ha transformado en rana? La versión, en fin, del “hombre rico”, nos demostrará que un mendigo jamás podrá hacerse rico, pues si una persona no es rica, no empezará a serlo por recibir una moneda y, en consecuencia, nunca llegará a serlo por muchas monedas que reciba.

La paradoja del sorites fue utilizada por los Escépticos para atacar a los Estoicos, cuya Lógica reposaba sobre el principio de “dualidad” o “bivalencia”: las personas y objetos tienen o no tienen ciertas características, sin que quepan situaciones intermedias. De ahí que los Estoicos negaran que existan grados de virtud: una persona es viciosa o, por el contrario, perfectamente virtuosa; de igual forma, establecían una nítida divisoria entre la sabiduría y la ignorancia.

Fronteras de la persona

La paradoja del sorites y el dilema de la pendiente resbaladiza afloran cuando las leyes tratan de delimitar el grado de protección que merecen aquellos seres que, como los fetos humanos o ciertos mamíferos –grandes simios (chimpancés, orangutanes…), toros…–, no son personas, al menos en sentido pleno.

En lo que atañe a los embriones humanos, es legítimo atribuirles –como hacen muchos juristas americanos, siguiendo la estela de la célebre sentencia que en 1973 legalizó el aborto Roe vs. Wade– un status moral gradual (graduated fetal status), en función del avance de la gestación.

Como, por otro lado, el derecho a vivir de esos “seres humanos emergentes” puede reñir con el derecho de la mujer embarazada a tener el pleno dominio sobre su cuerpo (right of bodily dominion), resulta lógico que las leyes de muchos países –entre ellos, la reciente Ley 2/2010 en España– otorguen a la madre un derecho absoluto e incondicional a abortar hasta que el feto alcanza cierta edad –en España, 14 semanas–, derecho que pasa a estar condicionado a ciertas causas médicas una vez rebasado ese hito.

En materia de “derechos” de los animales –asunto al que la catedrática de Ética Adela Cortina dedicó su reciente libro “Las fronteras de la persona” (Taurus, 2009)– el filósofo americano David De Grazia argumenta que los grandes simios son “personas limítrofes” o, si se quiere, “personas no humanas”. No se apoya, pues, en el enfoque utilitarista, nacido en Jeremy Bentham, de evitar el sufrimiento a cualquier ser con capacidad de sentir (sentience), sino en que las leyes ya consideran “personas” a seres humanos que, como los niños, los discapacitados psíquicos o los enfermos en estado vegetativo, no poseen todas las características de los seres humanos. ¿Por qué no ampliar –señala De Grazia– el concepto de “persona” y atribuir también derechos a seres no humanos? No hace falta advertir, sin embargo, la peligrosa “pendiente resbaladiza” a la que puede llevar el concepto de “persona limítrofe” aplicado a seres humanos.

La iniciativa popular que ha dado origen a la reciente prohibición de las corridas en Cataluña no se basa en el argumento expuesto, sino en el mero deseo de prohibir los espectáculos crueles. Pero muchos detractores de la prohibición la vienen atacando con su propio “sorites”: si de verdad obedeciera a tan nobles motivos ¿no debiera haberse extendido a los espectáculos de toros embolados y correbous, tan arraigados en Cataluña?

Fronteras de las naciones

El presidente Zapatero tenía razón cuando en noviembre de 2004 afirmó en el Senado que los conceptos de nación y nacionalidad son “discutidos y discutibles”. Su error estuvo, probablemente, en no calibrar el inevitable “dilema de la pendiente” que iba a suscitar la ampliación del alcance efectivo de tales conceptos en el nuevo Estatuto de Cataluña, asunto con el que el Tribunal Constitucional ha tenido que lidiar durante varios años.

La sentencia del Tribunal confirma, en efecto, que “el término nación es extraordinariamente proteico (pg. 467), pero, con buen criterio, tras recordar que el artículo 1.2 de la Constitución atribuye en exclusiva la soberanía o poder constituyente al “pueblo español”, señala que expresiones del Estatuto como “nación” y “realidad nacional” carecen de “eficacia jurídica interpretativa” y afirmaciones como el “derecho inalienable al autogobierno” o que “los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña” no pueden referirse a un poder constituyente o fuente de soberanía ajenos a la Constitución española.

La lectura de la sentencia muestra el extraordinario esfuerzo del Tribunal por encontrar en muchos preceptos y afirmaciones del Estatuto interpretaciones posibles que, sin rebasar el concepto de “autonomía” y entrar en el de la “soberanía”, queden “de este lado” de la Constitución.

No tengo hoy espacio para exponer otros muchos dilemas de la pendiente que anidan en debates económicos recientes. Los dilemas de la pendiente darán origen a encendidas disputas sociales y prolongadas desavenencias, que reflejarán el conflicto entre dos impulsos antagónicos: por un lado, nuestro natural repudio a tratar de forma muy distinta realidades próximas separadas tan sólo por una frontera arbitraria; por el otro, el temor a que una sucesión de pequeños cambios se transforme en una pendiente resbaladiza que nos conduzca, gradual pero inexorablemente, a un destino que no deseamos.

El primer impulso, muy acusado en personas idealistas o ingenuas, nos aconsejará ser flexibles y comprensivos; el segundo, nacido a menudo de la experiencia y típico de las personas realistas, nos aconsejará “enrocarnos” en criterios rígidos que, aunque arbitrarios y poco racionales, eviten peligrosas derivas.

En presencia de dilemas de la pendiente no será fácil encontrar un criterio definitivo y estable que sea invulnerable a la crítica y deje a todos satisfechos. Los debates sociales serán tan prolongados como el de la paradoja del sorites: formulada en Grecia en el siglo IV antes de Cristo, todavía sigue suscitando controversias entre los lógicos.