La cuestión catalana (y II) por Lorenzo Bernaldo de Quirós

El Mundo.


El debate sobre el autogobierno en Cataluña está ligado a dos líneas de pensamiento muy diferentes y transversales: la de quienes consideran al Estado o a la nación como seres con entidad y vida propia cuyos fines y metas son distintas y, en gran medida superiores, a las de los individuos; y la de quienes las contemplan como asociaciones voluntarias cuya principal justificación es la protección de los derechos individuales a través de un marco institucional que permita a cada persona vivir como desee siempre y cuando no invada la esfera de autonomía de los demás.
Desde esta perspectiva, el ser miembro de cualquier comunidad es una elección, una expresión de la soberanía individual frente a la tesis según la cual la identidad de las personas está definida por su pertenencia a un ente colectivo. Ese derecho de los individuos puede satisfacerse a través de numerosos arreglos político-institucionales desde la independencia hasta el federalismo. En este contexto analítico, cabe una lectura distinta de la convencional sobre las motivaciones de los catalanes para reivindicar el denominado Pacto Fiscal e incluso la independencia.
Si una gran mayoría de los habitantes del Principado considera que el precio -los impuestos- es superior al de los bienes, servicios e inversiones que reciben a cambio, su protesta tiene los rasgos de una clásica rebelión fiscal. Es cierto que son los individuos y no los territorios los que tributan, pero también lo es que buena parte de las prestaciones que se reciben a cambio, por ejemplo las infraestructuras, tienen una localización geográfica. Sin duda esto es una simplificación del problema pero está en la raíz del malestar de Cataluña.
La tesis según la cual la teórica e hipotética brecha entre lo pagado y lo percibido tiene un saldo negativo para Cataluña, pero se ve compensada por una balanza comercial superavitaria del Principado con el resto de España, no es sólida. Los intercambios comerciales son el resultado de transacciones voluntarias. Nadie está obligado a comprar una botella de cava. Sin embargo, los tributos son coercitivos, se imponen por la fuerza. Ésta es una matización importante cuando los bandos en litigio defienden posiciones antagónicas con el recurso a conceptos aparentemente técnicos pero cuajados de subjetividad como el de las balanzas fiscales y las comerciales entre los territorios de un mismo Estado.
La protesta catalana es la consecuencia inevitable del modelo de organización territorial del Estado consagrado en la Constitución, causa de la dramática situación financiera de casi todas las comunidades autónomas y factor determinante de la potenciación del particularismo. Los problemas de Cataluña, como los de las demás autonomías, es el resultado de un pésimo diseño de descentralización, un escollo estructural cuya resolución es básica para la estabilidad macroeconómica de España y para no alimentar movimientos centrífugos. La única cura a esa situación es la federalización de España. Una clara definición de las responsabilidades sobre las decisiones de ingreso y de gasto de todas las administraciones es vital para preservar la unidad dentro de la pluralidad, lo que implica corregir dos fallas fundamentales del Estado autonómico.
Cuanto más dependen los ingresos autonómicos de las transferencias del Estado, caso español, mayores son los incentivos a expandir el gasto sin límite. Cada nivel de gobierno ha de financiar sus desembolsos con sus propios recursos, y eso exige tener autonomía tributaria. De este modo, la gestión de los dineros públicos se hace más transparente, permite a los ciudadanos evaluar la eficacia de los programas de gasto en función de su coste y limitar, a través de la competencia fiscal, la voracidad recaudatoria de los poderes públicos y el tamaño del Estado. En los sistemas federales competitivos, el sector público es mucho más pequeño que en cualquiera de sus alternativas. Ahora bien, conseguir esos objetivos implica tener una hacienda propia.
Por otro lado es imprescindible restringir el sistema de compensación interterritorial a la emergencia de shocks externos como las catástrofes naturales. La transferencia de fondos de las regiones ricas a las pobres se ha convertido en un instrumento para crear relaciones clientelares y para suprimir los incentivos para que las autonomías con menores niveles de renta se desarrollen. En EEUU no existen mecanismos de redistribución territorial de la riqueza y, sin embargo, se ha producido una intensa convergencia real entre estados. Las áreas pobres han creado un entorno fiscal y regulatorio que ha atraído actividades productivas. En Italia y en España, décadas de enormes transferencias al Sur sólo han servido para alimentar una cultura de dependencia letal para crecimiento y empleo.
Si el Gobierno quiere realizar funciones redistributivas, éstas deben hacerse ayudando directamente a los ciudadanos sin recursos y/o estableciendo una red mínima de seguridad para que todas las personas, con independencia de sus recursos, tengan garantizado el acceso a una cesta básica de prestaciones. Más allá de esos mínimos, quienes deseen una cobertura más amplia debe cubrirla con sus propios impuestos. Si se acepta el principio de que las balanzas fiscales entre territorios son una falacia, también ha de asumirse que es igualmente falaz hablar de diferencias de renta entre ellas, porque éstas sólo existen entre las personas.
En su ensayo de 1978, Un Nuevo Modelo de Estado, Joaquín Garrigues Walker hacía profesión de fe en «una España en la que los habitantes se distribuyan según sus preferencias, vayan en busca de trabajo, de oportunidades, de cooperación comunitaria donde más les venga en gana, y sientan que no son necesariamente enemigos de quienes quieren vivir de forma distinta. Grandes esperanzas que no deben fracasar ni por la rigidez tradicional de unos ni por la violencia mesiánica de otros». Este mensaje tiene una extraordinaria vigencia en estos tiempos de zozobra.

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