Querido J:
La otra mañana, cuando se cumplían 25 años de la matanza de Hipercor,Carlos Herrera preguntó a los participantes en la tertulia si serían capaces de reunirse con un terrorista que les hubiera convertido en víctimas directas de su crimen. Yo pensé que de todos nosotros el único que podía responder a esa pregunta sin poner en funcionamiento un dudoso mecanismo de la imaginación era el propio Herrera, que durante medio minuto inolvidable viajó en un ascensor con el paquete bomba que podría haberle matado. Y entonces dijo:
—Pues creo que yo tendría curiosidad de verle.
La apelación a la curiosidad me dejó pensativo. Herrera no aludía a ningún sentimiento trascendente ni hondo, a ningún ímpetu ético, ni a la religión ni a la venganza. Curiosidad, eso dijo. Encararse frente al hombre que le había dejado el paquete con intención de matarle. Su curiosidad tenía el habitual flanco débil de la acción terrorista. El terrorista no suele tener nada personal con la víctima y eso es lo verdaderamente insoportable según demostró Ferlosio en uno de sus clásicos artículos inalcanzables. Por lo tanto la curiosidad de Herrera no podía proyectarse a partir del convencional qué te había hecho yo para que quisieras matarme, porque yo y cualquier otra forma de la identidad probablemente no tenían mayor sentido para su asesino: y entiéndase así el posesivo como el resultado de la aplicación de una ley mecánica y no psicológica.
Su respuesta me interesó porque, como sabes, llevo tiempo observando este llamativo desfile de víctimas que acceden a reunirse con terroristas, y que tuvo un momento exactamente espectacular cuando Roberto Manrique, víctima del atentado de Hipercor, anunció a la prensa que iba a verse con un tal Caride, asesino confeso y sentenciado, preso en la cárcel de Álava, e incluso anunció que no le daría la mano: lo que, entre nosotros, me pareció una notable falta de educación, pobre señor Caride. Oyendo a Manrique y viendo también, porque coincidió en esos días, las efusiones sentimentales nítidamente fotografiadas de víctimas de ETA y del Batallón Vasco Español y de la policía española, reunidas el otro día en San Sebastián, y que dijeron llevar cinco años estudiándose el dolor, creo que no está lejano el día en que entre en juego la televisión y retransmita uno de esos encuentros entre asesinos y víctimas, alguno de los cuales es probable que ya esté filmado; y vete a ver si una serie, porque nada le gusta más a la televisión que meter la nariz en esas instancias íntimas.
Lo que si sucede va a parecerme nada, como te he anticipado antes, porque hace muchos años que no me meto en la piel de nadie, no sea que me encuentre con Capote, y sudando. Y porque ya me ha limado la costumbre: si la televisión ha intervenido en el enfrentamiento entre víctimas y verdugos de la violencia común, por qué no habría de hacerlo en los abrazos entre víctimas y verdugos de la violencia política, siempre tan ennoblecedora. Se trata solo de encontrar el momento y el espónsor, y va a haber de lo uno y de lo otro.
Si nada debo objetar a las maniobras íntimas de una víctima con su asesino sí tengo algo que decirte respecto a su proyección pública. No para que la limiten, desde luego y te insisto, porque quién soy yo para meterme en los laberintos del duelo, y para no aceptar lo evidente, esto es que en nuestra época el duelo, para algunas conciencias, debe proyectarse en los medios, y a tambor batiente, supongo que esperando encontrar allí el eco lenitivo de las antiguas plañideras. Pero sin pedir limitación, sí pido equidad. Y concreta. Pido que al tiempo que se exhiben esas víctimas generosas, sensibles y humanísimas se dé cuenta también, aunque sea fuera del horario infantil, del que llamaré el discurso del odio.
Es decir. Junto a las edificantes historias de perdón y arrepentimiento que nos traen nuestros medios hay otras, ya sé que menos presentables pero igualmente humanas, de personas que jamás van a olvidar ni a perdonar, de hombres y mujeres cuyo duelo consiste en la evocación diaria, imprescriptible, obsesionada de lo que perdieron, personas que solo querrían ver muerto y hasta desfigurado a aquel que mató a sus hijos, a su pareja o a sus padres, y a los que estas ceremonias de cárceles, presos, víctimas y mediadores aumenta su dolor, como lo hace también la constatación de que las víctimas son tan distintas que hasta se diría, en literatura, que ni la muerte tienen en común. A mi modo de ver, y no sé qué pensarás tú, amigo mío, no resulta decente dejar consumirse a estas pobres gentes en su odio. ¡También tienen derecho a exhibirlo! Y ante los periódicos y ante la televisión. Si ese es el duelo que acordamos, que pueda serlo para todos.
Desconozco cuántas personas de este tipo, y con este dolor insurgente, quedan en España. Solo puedo decirte que conozco a una. Pero sé que el terrorismo vasco ha dejado 858 muertos y tres mil heridos y que en estas ceremonias de la reconciliación no han participado más de 14 víctimas. Lo que representa, exactamente, un 0,35 por ciento del total. De los mecanismos de mi oficio conozco en especial la llamada sinécdoque, tan femenina, que consiste en repesentar el todo por la parte y viceversa. Y conozco cuán rematadamente perversa y manipuladora es su naturaleza. Y hasta qué punto es capaz de convertir la cifra del 0,35 en la letra decretada del perdón.
Sigue con salud,
A.
(El Mundo, 23 de junio de 2012)
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