Mi profesora de chino me sirve de termómetro. Nunca la había visto tan decepcionada con su país como esta semana. Llegó a España hace casi diez años; yo la conozco desde hace cinco. En todo este tiempo, en nuestras charlas sobre China (solo hablo para conservar fresco el chino que aprendí allí hace una decada), su argumento era que la democracia -o algo parecido- era demasiado complicado ahora: “En China votarán de aquí a 50 años, o 100; yo no lo veré”. La paciencia de los chinos es notable.
Esta semana ese argumento no cambió -cree que tardarán aún mucho en poder votar al presidente-, pero estaba enfadada y, algo raro, tenía ganas de hablar de política. El motivo principal son noticias que han aparecido en marzo y que han destapado problemas que el régimen trata de disimular. En otoño, la cúpula del Partido Comunista y del gobierno cambiará. El nuevo presidente deberá dirigir el país hasta 2022. Será una década clave.
La gran noticia de marzo fue el cese de Bo Xilai, líder del Partido en Chongqing. Chongqing tiene 32 millones de habitantes y es una de las cuatro ciudades chinas con categoría de provincia -las otras son Pekín, Tianjin y Shanghai. Bo es uno de los líderes más conocidos de China. Es de los pocos con carisma e intución política similar a la de líderes occidentales. Sonaba para convertirse en otoño en uno de los nueve miembros del Comité Permanente del Politburó, el órgano dirigente principal del país.
Bo era primero famoso por ser hijo de Bo Yibo, histórico líder revolucionario. Pero su fama reciente se debe a su campaña en Chongqing: “Cantar rojo, golpear negro”. El objetivo era simple: devolver un supuesto sentido de pertenencia social a través de viejas canciones patriotas (cantar rojo) y eliminar las mafias que actuaban en la ciudad (golpear negro).
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