La fecha española más dramática desde el final de la guerra civil es el atentado islamista del 11 de marzo, que provocó la muerte de 191 personas, un número infernal de heridos, graves destrozos materiales y un estado de alarma civil inédito en la democracia. Sin embargo, lo peor del atentado está fuera de ese resumen periodístico. Lo peor fue la quiebra moral que introdujo en la sociedad española. A las veinticuatro horas de la matanza de la estación de Atocha, en muchas calles de España, y sobre todo en las de Barcelona, empezó a corearse ¡asesinos, asesinos! con pasión singular. Nada extraño, aparentemente. No se reacciona así a causa, solamente, del dolor o la rabia: es que el hecho necesita nombrarse. Pero lo inaudito es que los gritos de ese reconocimiento no iban dirigidos a los autores del atentado sino a los miembros del partido del gobierno, y en especial a su presidente. Los que gritaban ya estaban convencidos de la autoría islamista. No solo eso. Estaban convencidos, aunque solo tuvieran el valor de gritarlo y no el de decírselo en voz baja, que la matanza era la respuesta dura pero justa a la participación española en la invasión de Irak: los gritos nombraban al asesino principal. Esta quiebra trascendente se vio agravada, poco después, por la emergencia de las teorías conspirativas que situaron a ETA en el origen más o menos encubierto de la matanza. Y es así que España, con su luz tantas veces siniestra, ha logrado dar un caso sin precedentes a la historia del crimen: aunque la mayoría de ellos estén encerrados en la cárcel, los asesinos han logrado huir del imaginario colectivo.
Por si pruebas faltaran sólo hubo que ver el domingo (este domingo hiriente, alevoso, fracasado) las conmemoraciones del octavo aniversario. Y en especial los discursos de las presidentas de las asociaciones de víctimas. Dos discursos completamente fuera de lugar, en su sentido estricto. Y los dos incapaces de incidir, como merece, en la responsabilidad islamista. Mañana de viento en Madrid: el escenario sobrecogedor de dos víctimas que no saben ni pueden ni quieren nombrar a los asesinos. A ocho años de aquellos trenes, sabiendo lo que vino y escuchando a esas dos mujeres, ya puede decirse (y bien alto, que lo oiga el mundo), que los autores de la matanza fueron, a partes escrupulosamente iguales, el Partido Socialista y el Partido Popular. Ellos han sido el destino final de la variante española del dolor: que solo sabe ejercerse contra sí mismo.
En estos días extraños de economía rota y metáfora una verdad asoma categórica: el mal de España es demasiado grande como para permitir su rescate.
(El Mundo, 13 de marzo de 2012)
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