Así es. El presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, recientemente dijo que propondrá la legalización de las drogas para Centroamérica. Se une a otros altos mandatarios de América Latina en pedir un replanteamiento en el enfoque de políticas hacia las drogas. Hace unos meses el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, hizo declaraciones en este sentido: “Podría considerar legalizar la cocaína si hay un consenso global, porque esta droga nos ha afectado mucho aquí en Colombia”. Y años atrás otros antiguos presidentes pidieronacabar con el tabú y empezar a hablar en serio acerca de la bondad de la prohibición a las drogas.
(En este sentido recomiendo leer este breve artículo en el Colectivo Burbuja titulado Guatemala y la farisaica lucha contra las drogas, donde se destaca el hecho de que hasta el pronunciamiento del presidente guatemalteco Molina, los altos mandatarios latinoamericanos que habían pedido legalizar las drogas estaban todos fuera de su cargo, eran expresidentes, exsecretarios…).
Precisamente la necesidad de comenzar un debate serio y sin prejuicios sobre este tema, fue una de las conclusiones principales del informe de la Global Commision on Drug Policy(Junio 2011), que dictaminó el fracaso del enfoque actual de la guerra contra las drogas. Se trata de poner sobre la mesa los costes de las actuales políticas, y abrir un debate sobre el camino a seguir a partir de ahora examinando diferentes alternativas.
Anteriormente ya traté acerca de este tema, enlazando a una entrevista con Robert Higgs en la que exponía la visión de un liberal sobre este punto, explicando el por qué del fracaso de la guerra contra las drogas y cuáles son las soluciones.
En esta entrada, y en la siguiente, transcribo un texto extenso acerca de todo lo relacionado con el mundo de las drogas en la región andina y las políticas que se han llevado a cabo para tratar de restringirlas. El texto es de 2005, y por eso el foco está en la región andina. Actualmente países centroamericanos como Guatemala están sufriendo gravemente de este problema.
En la siguiente entrada el texto tratará sobre la política estadounidense en la región andina en materia de seguridad y lucha contra las drogas. A continuación la primera parte:
LAS DROGAS EN LA REGIÓN ANDINA
El siguiente extracto proviene del ensayo “Los países andinos: tensiones entre realidades domésticas y exigencias externas” (pp. 164-170 y 177-184), escrito por Rafael Duarte Villa y que forma parte del libro de ensayos “América Latina a comienzos del siglo XXI: Perspectivas económicas, sociales y políticas”, coordinado por Gilberto Dupas y publicado en 2005. Rafael Duarte Villa es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidade de Sao Paulo.
La problemática de la producción y del tráfico de drogas (o narcotráfico) es un factor común a todos los países de la región andina. El interlocutor estatal de los países andinos es, sin lugar a dudas, EEUU. No obstante este punto en común, no se debe perder de vista que el problema del tráfico se presenta con diferentes singularidades según el país. Bolivia es un productor de hoja de coca… El cultivo sostiene económicamente a miles de familias, además de tener un uso tradicional en las culturas indígenas de este país. Perú es también productor y exportador de hoja de coca, lo que termina generando problemas de violencia entre grupos de la población…, los carteles de la droga y el ejército, además de la corrupción de determinadas instituciones del Estado como las Fuerzas Armadas.
Colombia es un país de cultivo de hoja de coca, de refinación de la pasta y de exportación de cocaína, generando problemas muy similares a aquellos del Perú (violencia entre actores armados como la guerrilla, narcotraficantes y paramilitares). Ecuador quizá sea hoy la principal ruya por donde circulan las partidas de cocaína rumbo a los mercados del norte. Finalmente, Venezuela es una ruta de fuga para las exportaciones ilícitas de cocaína y un sitio importante de lavado de dinero proveniente del narcotráfico.
Las salidas para el problema han priorizado dos mecanismos: la erradicación y la interdicción de cultivos, de un lado, y la militarización del combate, por otro. Ambas medidas son, dicho sea de paso, más de iniciativa del gobierno de los EEUU que de los mismos países de la región… Como afirmaba un especialista a fines de los 90, “la admin Clinton propuso como objetivo estratégico la erradicación y la interdicción tanto del cultivo de la coca como de la mafia de las drogas latinoamericanas”. La primera de las estrategias fue aplicada, desde mediados de la década del 80 en Bolivia, continuadas en el primer gobierno en 93-97 y consolidadas en 98-02. Luego, fue continuada en Perú, en el primer mandato de Fujimori (90-95).
De esta manera, los vacíos sociales dejados por los Estados andinos terminaron allanando caminos para otro tipo de solución de mayores riesgos políticos y sociales, como es la implementación de una solución militarizada para resolver los problemas generados por la droga.
El primer paso hacia la militarización, valiéndose de fuerzas políticas y militares para la erradicación de plantíos y combate al narcotráfico, fue dado a mediados de los años 80 por los gobiernos de la transición democrática, con la creación de fuerzas antidroga conocidas como UMOPAR, en Bolivia, y con el refuerzo de militares y agentes estadounidenses. La campaña de Bolivia sería seguida por la de Fujimori en Perú, que cedió a las intensas presiones de Washington, anunciando el ingreso de las Fuerzas Armadas peruanas en la lucha antidrogas, creando la DINANDRO.
Bolivia, en los gobiernos de Sánchez de Lozada (93-97) y de Bánzer (98-02), reforzó el combate a la erradicación de la droga con fuerzas (policiales/militares) antidrogas. Tales estrategias de combate al narcotráfico en Bolivia existen desde mediados de la década de los 80, principalmente en la región del Chapare, sitio hacia el cual ocurrió un elevado proceso migratorio en función de la producción de la hoja de coca para el narcotráfico. En 1978 había en el Chapare 15.000 familias dependientes del cultivo de la coca, que en 1986 aumentarían a 70.000, lo que habría permitido que quedara concentrado en esta zona el 85% de la población campesina dedicada al cultivo de coca para el narcotráfico. El crecimiento población por la presión del narcotráfico en el Chapare fue del orden de 366%, o 21% anuales, motivo por el cual la región fue elegida como laboratorio de las primeras políticas de erradicación de la hoja de coca, inicialmente negociadas, pero posteriormente compulsivas y apoyadas en un aparato represor violento. La intensificación de la militarización en la erradicación de cultivos en Chapare causaría en septiembre de 2000 una amplia movilización comandada por Evo Morales y por los cocaleros que terminaría en cortes de rutas en la región del Chapare, al final de la cual se firmó un acuerdo en el que el gobierno se comprometía a construir instalaciones militares en el Chapare, “pero sin la promesa de cambio en la destrucción de cultivos de coca”. [Nota: lo que hizo Evo Morales como activista es justamente lo mismo que le han hecho a él recientemente].
Limitaciones a la política de interdicción de drogas y de militarización del conflicto
En cuanto a la interdicción llevada a cabo en Bolivia y Perú, “el hecho es que ni la erradicación ni la interdicción han dado resultado” (Laserna, 2001), esto es así a pesar de una estabilización del número de hectáreas plantadas a mediados de la década de 1990. Como afirma el informe del International Crisis Group, refiriéndose al Perú, “a pesar de la erradicación de 80.000 ha. Durante los últimos seis años, Perú sigue siendo el segundo mayor productor de hoja de coca”. El escaso éxito de la erradicación real en estos dos países nos remite a varios problemas sociales y políticos complejos.
En primer lugar, existe un relativo consenso de que la problemática y el arraigo del narcotráfico están relacionados a un factor estructural: ausencia, o retirada, de un Estado incapaz de generar el bienestar y de atacar los altos niveles de pobreza [Nota: interesante punto. Los analistas de la zona dicen que en partes importantes de estos países, con condiciones geográficas particulares como zonas de selva, montañas etc. el Estado está totalmente ausente, dejando vía libre a grupos violentos y criminales. Lugares donde efectivamente manda el más fuerte y la seguridad jurídica y física ni está ni se la espera], como en el caso de Bolivia, en el que dos tercios de la población de 8,5 millones viven por debajo de la línea de pobreza. Casi impotentes ante la crisis social, las elites dirigentes se ven ante el imperativo de flexibilizar las presiones por erradicación del cultivo de la coca entre los plantadores locales. El hecho es que existe una dependencia social muy fuerte de la economía de la droga en países como Bolivia, Colombia y Ecuador, y una política de erradicación completa conduciría a una desestabilización crítica de las bases económicas de supervivencia de las poblaciones andinas. En el caso de Bolivia, la estrategia de erradicación de la coca apuntaba a un desaparecimiento de las bases existenciales de 5% a 11% de la población andina.
Por otra parte, la política de erradicación de la droga está condicionada por los dilemas entre los costos de las exigencias de la política externa y los riesgos de los costos políticos internos. Las elites locales andinas no pierden de vista que la política de erradicación de drogas, si fuera seguida a rajatabla como quiere el gobierno de los EEUU, podría traer su deslegitimación entre una parte de las poblaciones nacionales. Como sostiene Meza, “La deslegitimación está asociada al grado de dependencia social en la fase de producción de la economía en las drogas ilegales, calculadas en 470.000 personas en Perú, 300.00 en Colombia y más de 70.000 familias en Bolivia”.
Otro factor que explica el fracaso de la política de erradicación de cultivos ha sido la dificultad de implantar proyectos de ‘desarrollo alternativo’ de cultivo. Sin fuentes alternativas de empleo y con la frustración de la política de sustitución de plantaciones, las poblaciones locales de regiones como el Guaviare en Colombia, Chapare en Bolivia y el Alto Huallaga en Perú no tienen otra opción que no sea una economía de riesgo. Esto se debe, según Bonilla (2004), a que “en ningún otro país de la región fue posible sustituir la coca por otro producto más rentable. En algunos momentos, productos como el hachís tuvieron precios más altos, pero el mercado pronto se satura, volviendo a sus precios originales. No ocurre lo mismo con la hoja de coca, cuyo valor depende de un mercado ilegal de derivado”. Por otro lado, aun cuando en países como Bolivia se logró estabilizar, e incluso disminuir, la producción de hoja de coca, este hecho fue compensado con una mejora en los rendimientos por hectárea, lo que se explica por la intensificación de los cultivos, el aumento en la densidad de las plantaciones y la elevación de la tecnología utilizada.
El plantío y la producción de coca, además, presentan una capacidad de rearticulación flexible. A esto se le ha llamado ‘efecto globo’: “la producción de drogas es frecuentemente comparada a un globo que, al ser apretado por un lado, se infla por el otro”. Esto es lo que ha sucedido con la producción de coca en Bolivia, en Perú y Colombia. El cultivo de coca que estaba confinado al Alto Huallaga, en el caso de Perú, ahora se extiende a lo largo de otras regiones… También Colombia, de procesador de cocaína, pasó a cultivar la hoja de coca en las regiones del centro y sur del país, cuando los gobiernos de Bolivia y Perú cerraron el cerco sobre los plantadores en los años 90. Posteriormente, a fines de los años 90, Bolivia se convirtió en productor de cocaína, cuando a través del Plan Colombia se realizaron fumigaciones sobre plantaciones de coca en los Departamentos colombianos de Nariño y Putumayo.
El efecto globo también se puede presentar en la forma de un juego de suma cero, que les deja algunos beneficios a las comunidades cocaleras de un país y pérdidas a otras. Por ejemplo, a mediados de la década del 90, cuando Perú dejó de reproducir una parte de la pasta de coca, como consecuencia de la política de erradicación, hubo un empobrecimiento de los campesinos y de las comunidades indígenas del Alto Huallaga al punto de producir una crisis de hambre en la región. Con la caída de la producción de pasta de coca en Perú, los precios subieron en Colombia, beneficiando a las comunidades cocaleras del sur colombiano. El resultado fue un aumento del costo político para el gobierno Fujimori, que se tradujo en ganancias para los remanentes del grupo Sendero Luminoso, que populísticamente criticaban las políticas del gobierno y llevaban un discurso de la tolerancia y el incentivo para plantar a las comunidades campesinas del Alto Huallaga.
También forma parte de este costo político la reacción que asumen algunos sectores de la sociedad civil organizadas contra las elites estatales y partidos tradicionales. Quizá el ejemplo más claro en este sentido haya sido el caso de Bolivia. La política de erradicación de la coca, como ya hemos dicho, tuvo impactos económicos y culturales sobre las comunidades plantadoras, sobre todo de la región del Chapare. Pero, justamente de allí, las elites políticas tradicionales bolivianas vieron salir lo que se transformó en la principal forma de protesta de los movimientos sociales bolivianos: el bloqueo de rutas y carreteras que conectan las regiones del interior del país entre sí o con La Paz. Las elites políticas bolivianas vieron surgir también de la región del Chapare a la principal figura de la izquierda boliviana en este momento: el dirigente indígena Evo Morales.
Por otra parte, el excesivo hincapié en la militarización del combate antidroga ha suscitado algunos problemas comunes a los países andinos. Primero una desatención con el tema de los derechos humanos: “En comparación con cualquier otra región de las Américas, la región andina es aquella en la que más sistemáticamente se los viola, siendo Colombia y Perú los casos más dramáticos”. En el caso de Colombia, se llega a hablar de una verdadera tragedia humana: el conflicto civil interno, que incluye el combate a las drogas, contribuye para generar más de un millón y medio de desplazados internos y se calcula que cerca de un millón de niños sufren las consecuencias de la guerra, tales como asesinatos, secuestros, mutilaciones, desplazamientos o reclutamientos compulsivos en la guerrilla o en los grupos paramilitares.
Más recientemente, las zonas llamadas de ‘rehabilitación y consolidación’ en el marco de la política de seguridad democrática del presidente Uribe (Colombia), por otro lado, han sido denunciadas por ONGs de derechos humanos internacionales (Human Rights Watch) como zonas de expulsión de poblaciones de estas áreas, persecuciones políticas y desapariciones. El gobierno Uribe también decretó el ‘Estado de conmoción interior’, acentuando una tendencia ya observada en gobiernos anteriores: instituciones como el Poder Judicial cediendo las funciones de juicio a tribunales militares, que realizan procesos sumarios y acentúan la práctica de tribunales de excepción en nombre de la lucha contra el narcotráfico. Sensibilizada con estas críticas y denuncias de ONGs internacionales, la Unión Europea aprobó, en julio de 2003, una declaración de apoyo a la política de Seguridad Democrática de Uribe, pero condicionó tal apoyo al cumplimiento por parte del gobierno Uribe a 27 recomendaciones de la Sección de DDHH de la ONU en Bogotá.
También la ‘guerra a las drogas’ ha llevado a un incremento de los actos de corrupción dentro de las Fuerzas Armadas en por lo menos tres de los cinco países de la región andina: Ecuador, Perú y Venezuela. Al final del gobierno Fujimori en Perú, se descubrió un esquema de corrupción que vinculaba los grupos de inteligencia comandados por Vladimiro Montesinos y las Fuerzas de la Aeronáutica al negocio de narcotráfico y al comercio de armas con la FARC en la selva amazónica. De la misma manera, las fuerzas ecuatorianas no han intentado seriamente acabar con el tránsito de la hoja de coca, que cruza la frontera del sur de Colombia. En Venezuela, con frecuencia, son presentadas denuncias de involucramiento de la Guardia Nacional en actos de corrupción con los narcotraficantes y con grupos paramilitares en la frontera occidental y sudoeste limítrofe con Colombia.
En materia ambiental, se generan problemas derivados de las fumigaciones sobre las plantaciones de coca en el sur de Colombia y con incidencias sobre otros países de la región. La frontera colombiano-ecuatoriana ha sido pulverizada con glifosato, afectando a más de 2560 hectáreas de diversos cultivos. Los daños al medioambiente y sus efectos sobre la salud no serían compensados por resultados eficaces, según críticos de la política de fumigaciones. “En el caso de Colombia, el balance de la relación costo/beneficio de aspersión aérea para combatir los cultivos ilícitos es altamente deficitario. De 1992 a 1998 se esparcieron 2.438.336 litros de glifosato” sin que las autoridades antidrogas estén seguras acerca de su eficacia en el combate al cultivo de hoja de coca y amapola.
De esta forma, el uso de fuerzas policiales y militares que violan los derechos humanos, combinando a la pulverización de áreas de economía de supervivencia de pequeños plantadores, aumentan la deslegitimación social del Estado, que pasa a ser percibido como carente de un plan de desarrollo para esas regiones del país. Por ejemplo, el Putumayo, en el sur de Colombia, una de las regiones de plantación de hoja de coca más intensiva en mano de obra, es considerada también la región más pobre del país. La percepción de la sociedad de estos lugares es que el Estado está casi totalmente ausente y, cuando se hace presente, el único segmento público estatal que aparece es la fuerza policial o militar.
También estrechamente vinculadas a esta militarización del combate a las drogas ilegales en la región andina están las políticas de los EEUU, cuyas relaciones, intensas con todos los países andinos, son otro punto en común que los identifica en sus agendas.
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