Francisco Capella.
Pedir y exigir son cosas distintas: cuando pides algo asumes que el otro tiene derecho a negarse a dártelo; cuando exiges algo no aceptas que el otro se niegue, le impones tu decisión, reclamas tu derecho y su deber de satisfacerlo.
Una exigencia puede ser perfectamente legítima si realmente se tiene derecho a lo que se reclama: se puede exigir no ser agredido o que se cumpla lo pactado en algún acuerdo contractual previo.
Pedir algo que podría éticamente exigirse puede ser una forma de suavizar las relaciones personales: quizás la otra persona no se ha dado cuenta de que está molestando, causando un daño, violando un derecho, y se le informa y solicita que cambie su conducta. También puede reflejar una asimetría de poder: el débil pide al poderoso que no le robe o le mate.
No todas las exigencias son ilegítimas: algunas peticiones podrían perfectamente plantearse como exigencias. Pero por otro lado muchas exigencias deberían formularse como peticiones. Exigir algo que en realidad sólo se puede pedir a menudo es una estrategia de engaño y manipulación moral que busca encubrir el parasitismo de quien quiere vivir a costa de los demás sin darles oportunidad de elegir y ni siquiera agradecérselo.
En las relaciones humanas mutuamente beneficiosas ambas partes dan y reciben, y el valor intercambiado tiende a ajustarse de modo que unos no se aprovechen siempre de otros. Los dilemas de la cooperación han producido de forma evolutiva una psicología humana con unos sentimientos morales que llevan cuentas de lo dado y lo recibido para fomentar la cooperación voluntaria y evitar la explotación.
Pedir ayuda implica reconocer una vulnerabilidad, una necesidad: la solicitud sistemática de asistencia implica el reconocimiento de un estatus social inferior frente a quien proporciona algo de forma gratuita. No recibir lo pedido puede provocar resentimiento si el solicitante no acepta la libertad del otro y se autoengaña: la sensación de pérdida se transforma en indignación moral, creyéndose con derecho a lo reclamado.
El buen receptor de ayuda la agradece y se siente obligado a devolver el favor de alguna manera: una forma de hacerlo, o de admitir que hay una deuda pendiente, es el reconocimiento del estatus superior de los que dan mucho y reciben poco. Las diferencias legítimas de estatus reflejan la desigualdad entre las aportaciones de los individuos para el bienestar de los demás.
Una estrategia tramposa, pero a menudo exitosa, en el juego de la cooperación social, consiste en no corresponder a los favores recibidos (o reaccionar frente a los recibidos) mediante la negación de la existencia de la deuda o la desigualdad y la repetición machacona y acrítica de arbitrariedades amorales: todos somos iguales sin importar lo que hagamos y todos tenemos derecho a todo gratis sin preguntarnos por qué y a costa de quién; los impuestos deben ser progresivos; no es caridad sino un derecho.
Los socialistas exigen, no piden. El igualitarismo colectivista, la solidaridad forzada, la redistribución coactiva de la riqueza basada en presuntos derechos positivos iguales para todos, en definitiva las agresiones a la libertad, no son más que el encubrimiento del saqueo de unos a otros, el parasitismo estafador que permanentemente exige derechos sin asumir ningún deber.
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