Mario Vargas Llosa, Los empresarios y comerciantes del barrio limeño de Gamarra son unos liberales que desconfían del Estado y del Gobierno. Esa zona es un paraíso de la informalidad y el capitalismo popular.
El Negro Cucaracha fue uno de los capos indiscutidos de una de las
cárceles de Lima durante muchos años y, me dicen, tiene el cuerpo hecho un
crucigrama de cicatrices de tanta cuchillada que recibió en esos tiempos
turbulentos. Es un moreno alto, fornido y de edad indefinible a cuyo paso la
gente de Gamarra se abre como ante un río incontenible. Me lo han puesto de
guardaespaldas y no sé por qué pues en este rincón de La Victoria me siento más
seguro que en el barrio donde vivo, Barranco, donde no son infrecuentes los
atracos con pistola.
El Negro Cucaracha es ahora un hombre religioso y pacífico. Se ha
vuelto evangélico, anda con una biblia en la mano y en el largo paseo me recita
versículos sagrados y me habla de redención, arrepentimiento y salvación con
esa seguridad del creyente radical que a mí siempre me pone algo nervioso.
Gamarra comienza donde termina Mendocita, ahora un sector de La
Victoria de clase media modesta, donde, en mi primer año universitario, 1953,
yo participé en una encuesta para averiguar la composición social de la que era
entonces la barriada más pobre y violenta de Lima, recién formada por migrantes
que bajaban de la sierra en busca de trabajo. Mendocita ha progresado mucho
desde entonces, pero lo que constituye un prodigio de desarrollo es la contigua
Gamarra, paraíso de la informalidad y el capitalismo popular, y soberbio
ejemplo de lo que Friedrich A. Hayek llamó el orden espontáneo. En este puñado
de manzanas cuya densidad demográfica a estas horas de la mañana es la de un
hormiguero, se produce más riqueza y hay más transacciones comerciales que sin
duda en ningún otro lugar del Perú. Y por aquí no pasó el Estado ni Gobierno
alguno, ni las instituciones financieras formales, ni los créditos bancarios ni
las normativas del Perú oficial. Todo esto que fermenta a mi alrededor con un
dinamismo enloquecido es una creación de provincianos pobres y misérrimos que,
huyendo del hambre, el desamparo y la violencia, dejaron sus aldeas andinas y,
como no encontraron en la capital el trabajo que buscaban, tuvieron que inventárselo.
He venido porque hace unos días un empresario amigo que conoce bien
Gamarra me contó algunas anécdotas sobre los personajes del lugar que me
dejaron estupefacto. Me habló de un puneño al que llamaremos Tiburcio, a quien
vio llegar a Lima muy joven, con poncho y ojotas, que sobrevivió vendiendo
chupetes por las calles, y que ahora alquila tiendas y talleres de manufactura
en estas calles por dos millones de dólares al mes. No exageraba ni una pizca.
Tiburcio es uno de los iconos del barrio. Tiene 11 edificios, incontables
tiendas y talleres y, desde hace poco, una fábrica de etiquetas en México.
Me recibe en el más moderno de sus locales y me muestra orgulloso una
foto panorámica del minúsculo pueblecito, a orillas del lago Titicaca, donde
nació. Habla un buen español, con música aymara, y despide energía y optimismo
por todos los poros de su cuerpo. ¿Cómo lo hizo? Trabajando día y noche,
ahorrando lo que podía y durmiendo en las calles, al principio. Lo ayudaron
otros puneños que habían ya progresado y, por eso, él ayuda a los provincianos
que vienen a Lima sin otro capital que su voluntad de salir adelante. Me
asegura que el dinero que presta se lo devuelven en el 99% de los casos.
"Me sobran dedos en las manos para contar las veces que me han estafado. Y
eso que nunca pedí recibo por los préstamos". Ha crecido tanto que, ahora,
intenta formalizar por lo menos una parte importante de sus negocios y, para
ello, ha contratado como gerente al primer banquero que le abrió una cuenta
corriente.
Son pocas las transacciones que se hacen en Gamarra que figuran en
contratos. Prima la palabra, que es sagrada, y el que la viola la paga: se le
cierran todas las puertas y se vuelve un apestado. Le conviene huir y no volver
por estos lares. Por doquier me dicen que la delincuencia es menor que en otros
barrios y que no son muchos los dueños de negocios y locales que tienen
seguridad privada. El precio de la propiedad alcanza cifras vertiginosas. Mi
amigo me jura que, aunque parezca imposible, no hace mucho se vendió un local
en el epicentro de Gamarra ¡a 28.000 dólares el metro cuadrado! Es decir, más
caro que los barrios más caros de Nueva York, Fráncfort, Zúrich o Tokio.
Se comercia de todo pero principalmente paños y telas, y ropa que es
confeccionada en talleres del mismo barrio. Son centenares, equipados con
maquinaria muy moderna, y miríadas de trabajadores de ambos sexos que hilan,
cortan, cosen y empaquetan a un ritmo frenético, a menudo oyendo huaynos y
música chicha por altoparlantes a todo volumen. Algunos talleres están en las
alturas, con una vista circular sobre el centro de la ciudad y los cerros
aledaños, y otros en sótanos atestados que se hunden cuatro o cinco pisos en el
subsuelo limeño. Mañana y tarde un verdadero río de camiones, camionetas, autos
y hasta carretillas y motos se llevan esa mercadería por todos los rincones del
Perú y también al extranjero.
Una de las tiendas mejor provistas es la de don Moisés (tampoco éste es
su nombre). Es uno de los más antiguos y respetados comerciantes del barrio. Todos
hablan de él con reverencia y gratitud. No es un provinciano sino un criollo,
uno de los pocos que representa a Lima en este Perú en pequeño formato que es
Gamarra. Según él, este emporio nació en los años sesenta, cuando algunos
migrantes advirtieron que los camiones que traían animales y artículos de pan
llevar al Mercado Mayorista regresaban vacíos al interior del país. Se les
ocurrió entonces utilizar ese transporte para enviar mercancías a sus pueblos y
así comenzó a rodar la bolita de nieve que convertiría este pedazo de la vieja
Lima en el vórtice de trabajo y riqueza que es ahora.
Los empresarios y comerciantes de Gamarra son unos liberales que se
ignoran. Desconfían del Estado y del Gobierno y repiten como un mantra:
"¡Si sólo nos dejaran trabajar!". Ahora se quejan de la disposición
que prohibió temporalmente y aún mantiene ciertas restricciones para importar
hilados de la India, una medida que, dicen, ha conseguido el lobby de
los productores de hilados nacionales, más caros y menos variados que los que
traían de Bombay o Kerala. Eso encarece sus costes y favorece a los fabricantes
colombianos, sus grandes competidores en el mercado manufacturero nacional y
americano. ¿Qué quisieran, pues? Que se abrieran las fronteras y la
globalización de la que tanto se habla fuera una realidad también en el Perú.
Las horas que paso en Gamarra me ilustran mejor que muchos estudios
sobre el Perú de nuestros días. En las elecciones del año pasado, cuando
advirtieron que los pobres del Perú votarían por Ollanta Humala, las clases
dirigentes (que nunca han dirigido nada y vivido casi siempre del
mercantilismo) entraron en pánico y, creyendo que se venía un segundo Hugo
Chávez, volcaron todo su poderío a favor de Keiko Fujimori, la hija del
dictador que cumple 25 años de cárcel por asesino y por ladrón. Pese a ello,
esta última perdió la elección. Humala ha respetado escrupulosamente la Hoja de
Ruta que prometió seguir en la segunda vuelta electoral, es decir, mantener la
democracia y las políticas de mercado que en los últimos 11 años han traído al
Perú un desarrollo sin precedentes en su historia.
¿Por qué el presidente Humala tomó distancia de Hugo Chávez y adoptó
las políticas de Brasil, Uruguay o Colombia? Más que por una conversión
ideológica, por una percepción clara de la realidad: porque, para que sea
posible la inclusión social que es su objetivo primordial, es indispensable que
haya riqueza y empleo y para ello no hay otro camino que el que siguen los
hombres y las mujeres de Gamarra. Estos descubrieron a través de su experiencia
algo que todavía muchos dirigentes de la izquierda, cegados por la ideología,
se niegan a aceptar: que el verdadero progreso social no pasa por el estatismo
ni el colectivismo -inseparables a la corta o a la larga de la dictadura- sino
por la democracia política, la propiedad privada, la iniciativa individual, el
comercio libre y los mercados abiertos.
El Perú va por el buen camino y ni la derecha fujimorista ni la
izquierda obtusa y anacrónica están por el momento en condiciones de apartarlo
de él.
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