Conviene recordar que la Ilustración fue una forma distinta de entender el mundo, que se extendió entre las clases cultas europeas a lo largo del siglo XVIII, especialmente en su segunda mitad. Uno de sus principales representantes, el filósofo Emmanuel Kant, la definió como la salida del hombre —de la humanidad— de la autoculpable minoría de edad, de su incapacidad para servirse de su entendimiento sin la guía de otro (llámese autoridad, señor, sacerdote, o como se quiera). La razón se convierte en el gran instrumento dedicado a la búsqueda de la felicidad, privada y pública, para lo que es necesario «remover obstáculos» como la incultura, el fanatismo, las flagrantes diferencias económicas y sociales, el reparto absurdo de la tierra en manos de unos pocos, las trabas que impedían la producción y el comercio, y un largo etcétera. El objetivo era el progreso, un concepto y una palabra que aparecen ahora.
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En noviembre de 1797 fue nombrado ministro —secretario de estado— de Gracia y Justicia, un cargo en el que solo se mantendría nueve meses, pero en el que tuvo tres grandes objetivos: la reforma del tribunal de la Inquisición, ante la imposibilidad de abolirlo como le hubiera gustado; la reforma de los estudios universitarios, adaptándolos a los nuevos tiempos y a las ciencias experimentales; y la reorganización y ordenamiento de la legislación española, evitando la confusión de leyes, disposiciones y códigos existentes. Las razones de su caída hay que buscarlas en los muchos enemigos que tenía en la corte y en el clero.
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¿Cómo se explica entonces el escaso eco de su centenario? […] Seguramente es un peaje más a pagar por quienes no se identifican con una de las dos Españas.
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