Al principio de la década pasada, la ciencia descubría que la Luna, que ilumina las noches terrestres con su halo de romanticismo y misterio, se había originado como consecuencia de una gigantesca colisión entre dos planetas. Uno de ellos era la Tierra primitiva; el otro, un planeta llamado Theia, del tamaño de Marte, que se había formado en la misma órbita que la Tierra, donde se mantuvo hasta que cambios en las fuerzas gravitatorias le forzaron a abandonarla y a colisionar con la Tierra.
La colisión acabó con la existencia de Theia pero, por fortuna, el choque no fue tan grande como para destruir a la Tierra y para enviar los restos de la colisión al espacio exterior. La mayoría de la materia expulsada en el rebote de esa gigantesca colisión entró en órbita alrededor de la Tierra y, con el tiempo, se reunió por gravedad para formar la Luna.
Como saben mis lectores, en un libro reciente he desarrollado argumentos sólidos que mantienen que sin la presencia de la Luna los humanos quizá no estaríamos hoy sobre la Tierra para observar el universo e intentar comprender sus misterios. Además, sin la existencia de otras colisiones que han cambiado el curso de la historia de la vida sobre la Tierra, probablemente tampoco estaríamos aquí. Sin duda, la más conocida es la colisión con un asteroide hace 65 millones de años, que acabó con la vida de los dinosaurios.
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