Francia fue derrotada en 1940 por su eterno enemigo. En seis semanas, sin apenas oponer resistencia. Su derecha pactó con los nazis y dio a luz un régimen, el de Vichy, que nada tenía que envidiar a la Italia fascista. La mayoría de los franceses se acomodaron a la nueva situación. Sólo unos pocos, capitaneados por Charles de Gaulle, mantuvieron la ficción de que Francia no se había rendido y de que seguiría luchando desde el exilio.
Francia fue liberada por extranjeros, pero la apariencia sostenida por De Gaulle y los suyos permitió a éstos imponer la suposición de que Francia estuvo entre las potencias vencedoras. De modo que De Gaulle consiguió para su país el reconocimiento de ser un aliado más, el estatuto de gran potencia y un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, con su correspondiente derecho de veto.
Hasta el momento de su dimisión, en enero de 1946, De Gaulle trató de impulsar a la vez la recuperación de la economía y del prestigio franceses. Hasta cierto punto, ambas políticas eran contradictorias. Lo primero exigía ser extremadamente solícito con los norteamericanos, que habían de aportar los dólares de que tan necesitada estaba Francia. Y para lo segundo había que mostrar una altanería que casaba mal con andar mendigando millones de dólares. Sin embargo, había un punto donde ambas confluían. Ese punto era Alemania.
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