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Francisco atacó primero por el sur de Lombardía con la intención de evitar que los Tercios se hiciesen con Milán, plaza estratégica desde la que se controla todo el norte de Italia. Carlos –o quizá su canciller Mercurino Gattinara– le vio venir y se lanzó sobre Milán tomándola al asalto. Roma y Francia habían quedado incomunicados por tierra y, para colmo, en Florencia se desató una rebelión contra los Medici. La guerra pintaba bien y estaba casi decidida, pero entonces sucedió algo con lo que nadie contaba. Los soldados imperiales, unos 30.000, llevaban varios meses sin cobrar y se amotinaron.
Ante una situación semejante el rey podía hacer dos cosas y las dos pasaban por continuar la guerra y, naturalmente, ganarla. Una pedir prestado el anticipo de la soldada a los banqueros habituales y luego devolver el principal más los intereses pactados (que dependían de la premura) con el botín de guerra. La otra, más directa, era arrojarse a la desesperada sobre una ciudad rica, asaltarla y que los soldados se cobrasen –en metálico o en especie– la cantidad adeudada.
De modo que ordenó al duque Carlos de Borbón, un francés renegado que se había puesto al servicio de los españoles, que se dirigiese a Roma y la saquease. Si lo conseguía mataba dos pájaros de un tiro: le bajaba los humos al Papa y pagaba a sus soldados mucho mejor de lo que ellos hubiesen jamás imaginado.
El día 6 los atacantes penetraron por el Janículo matando a todo el que se le ponía por delante. En una de las refriegas murió el duque de Borbón, comandante imperial que no tardo en ser sustituido por Filiberto de Châlon –otro francés traidor–, tanto o más decidido a sembrar el pánico en la Ciudad Eterna que su antecesor. Y así fue. Nada más entrar, los imperiales ejecutaron públicamente a cerca de mil guardias suizos para que la escabechina sirviese de ejemplo al resto de romanos. El saco de Roma acababa de comenzar.
Los soldados se desperdigaron por toda la ciudad asaltando palacios, basílicas, iglesias y monasterios. Nada estaba a salvo, especialmente las mujeres, parte inexcusable de cualquier botín de guerra que se preciase. Los cardenales, príncipes de la Iglesia al fin y al cabo, podían elegir entre morir como mártires en sus palacios mientras la tropa los saqueaba, o llegar a acuerdos con los capitanes entregando previamente una cantidad determinada de oro, piedras preciosas y otras riquezas fácilmente transportables.
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