Casi cuatro millones de somalíes se encuentran en peligro severo de morir de hambre, mientras el cuerno de África se expone a la peor sequía de los últimos 20 años. Pero agosto está a la vuelta de la esquina y en este fresco apéndice del sur de Europa preferimos mirar para otros lados.
Las ONG de siempre siguen desarrollando su silente trabajo de campo y transmiten mensajes de desesperanza. La situación es la más crítica que se ha vivido en las últimas décadas. Más de 1,5 millones de personas están siendo desplazadas sin rumbo en el interior del país. En este momento habrá cientos de miles debatiéndose entre la vida y la muerte.
Algunos (también los de siempre) han mirado al cielo y han encontrado un culpable. Juan López de Uralde, por ejemplo, exlíder de Greenpeace y actual impulsor del proyecto Equo, tuiteaba recientemente: "Hambre en Africa por la mayor sequía en 60 años. ¿Podemos seguir pasando del cambio climático? ¿Hasta cuando?". Ojalá fuera tan sencillo, Juan, ojalá.
El stock mundial de alimentos se encuentra en mínimos históricos. Y una prueba de que el dato no tiene nada que ver con las variabilidades climáticas es que los países más ricos quieren y van a aumentar la producción incluso en las zonas más azotadas por las sequías recurrentes, como el África subsahariana. El International Food Policy Research Institute acaba de publicar un estudio en el que se alerta de que, desde 2006, países desarrollados de fuera de África han comprado entre 15 y 20 millones de hectáreas de cultivo en el continente hambriento. Ése es, al menos, el dato oficial, porque se sabe que hay miles de hectáreas fértiles vendidas por los gobiernos más corruptos de África a inversores extranjeros sin que existan contratos ni escrituras de por medio.
Los principales compradores son China y Arabia Saudí. En otras palabras, mientras países enteros como Somalia mueren de hambre y los encargados de las políticas de ayuda al desarrollo se desgañitan para que "África se alimente a sí misma", gigantes de la inversión como China, incapaces de abastecer de alimentos a sus crecientes poblaciones, están comprando las mejores tierras africanas y reservándolas para tiempos de necesidad.
No es, pues, un problema de clima atmosférico, sino de clima político y económico. Todos los expertos en seguridad alimentaria reconocen que hay tres factores que sirven de espoleta para la bomba de las hambrunas con mucha mayor eficacia que las sequías. En primer lugar, el crecimiento exponencial de la población urbana. Cuando gigantes dormidos como China o India han despertado al desarrollo, el desplazamiento masivo de población desde áreas rurales a grandes ciudades ha provocado un doble efecto: la disminución de la producción agraria y la legítima pretensión de estos nuevos núcleos de población de modificar sus hábitos de consumo alimenticio. Miles de millones de personas abandonan las prácticas agrícolas locales y se incorporan a un modo de alimentación más homogéneo y global, lo que significa menos arroz y mijo y más harina, maíz y carne.
Como consecuencia de ello ha aumentado el estrés sobre ciertos cultivos, poniendo en peligro en algunos casos los stocks y convirtiendo a algunos países en mucho más vulnerables a las llamaradas de precios de las materias primas.
Un segundo factor agravante es la dependencia del regadío. El 70 por 100 del consumo mundial de agua se dedica ya a la agricultura. El 40 por 100 de la producción agraria mundial procede del 18 por 100 de las hectáreas regadas. Es lógico, si tenemos en cuenta que una hectárea de regadío puede ser hasta 8 veces más productiva que una de secano. Pero el sistema se hace cada vez más insostenible, a menos que se ideen políticas de introducción de semillas modificadas genéticamente que permitan extraer aún más producción de las mismas hectáreas regadas o se aumente el área regada mediante trasvases y flexibilizando la política internacional de aguas (algo altamente improbable).
El tercer elemento distorsionador es la perversión de los biocombustibles. Una parte muy importante del grano cultivado no va a ser consumido jamás como comida, sino que será utilizado para fabricar combustibles ecológicos. La llegada al mercado de estos combustibles ha puesto en serios aprietos el equilibrio de precios de los alimentos.
Ante esta situación, China y Arabia Saudí, entre otros, han empezado a buscar fuera de sus fronteras la tierra que les escasea en su territorio y lo hacen, en muchas ocasiones, aprovechando la inmoralidad de los gobiernos africanos, que no velan por los intereses de su población. La inversión en terreno agrícola no es mala de por sí: el dinero obtenido por estas transacciones podría ser una interesante base de desarrollo para los países más débiles de África. Si este negocio fuera transparente, estaríamos ante una inesperada fuente de desarrollo que beneficiaría a ambas partes. Pero es evidente que no es el caso.
Para colmo, las escasas partidas de ayuda procedentes de Europa y Estados Unidos tienen que vérselas a diario con la barbarie de las instituciones locales. En Somalia, por ejemplo, las autoridades islamistas vetan el trabajo de las ONG y bloquean las partidas de alimentos de emergencia.
Por mucho que cambie el clima en la atmósfera, parece que aquí abajo, en la tierra, no cambia nada. Y el hambre seguirá siendo una enfermedad crónica en el cuerno de África que sólo podrá empezar a tratarse (y con pocas esperanzas de curación) si se aumenta el circulante de dos recursos que escasean cada vez más: la libertad y el desarrollo científico.
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