Los sucesivos gobiernos centrales, autonómicos y municipales han creado de la nada cientos de miles de páginas de leyes, reglamentos, normas y regulaciones que todos tenemos que cumplir. Según tengo entendido, en España los diarios oficiales de las CCAA publican más de 800.000 páginas al año; el BOE, más de 250.000. Han leído bien: un millón de páginas. Al año. Luego dicen que en España no se lee; desde luego, escribir, se escribe.
Sin embargo, a pesar de este disparate, sigue aplicándose el principio de que “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”. Opino que este principio tenía más sentido y era más justo cuando el número de normas era más reducido y cuando además dichas normas no reñían con el sentido común. En cualquier caso, su vigencia nos coloca a ciudadanos y empresas en una situación incómoda. Hoy en día es difícil estar completamente seguros de que cumplimos con todas las exigencias inventadas por nuestros políticos. Para deleite de despachos de abogados, gestorías y consultoras, nos vemos obligados a dedicar una ingente cantidad de recursos a intentar cumplir con estas normas. Como los recursos son finitos, los que se destinan a este menester se detraen de mejorar nuestra productividad, de incrementar la calidad de nuestros productos, de ampliar nuestra capacidad, de remunerar a nuestros empleados y accionistas o de reforzar nuestra liquidez para no depender tanto de esa frágil línea de crédito bancaria. Los caprichos del legislador nos obligan a distraernos con asuntos completamente improductivos. Pronto, si a la gente dedicada a regular nuestra vida le sumamos la gente dedicada a controlarnos para que cumplamos con la regulación y la gente contratada por nosotros para estar seguros de cumplir con ella, quedaremos pocos para pagarles el sueldo a todos ellos. Y entonces, ¿qué? Hemos llegado a normalizar algo que definitivamente no tiene nada de normal. Nos acercamos al mundo de Ayn Rand en La Rebelión de Atlas.
Un empresario extranjero, impresionado tanto por la maraña de regulaciones de nuestro país como por la simultánea laxitud con que se cumplía y hacía cumplir la ley, resumía la situación de la siguiente manera: “España es una dictadura legislativa, sólo atemperada por el incumplimiento de la ley”. Se refería a un problema que es causa importantísima de pobreza relativa y pérdida de competitividad de España. Este problema es realmente un desastre nacional y nos está carcomiendo poco a poco. A pesar de ello, nuestros políticos siguen sin querer verlo ni darle importancia. Este desastre nacional se llama exceso normativo e inseguridad jurídica.
Este verdadero cáncer tiene cuatro vertientes principales. Primero, como he mencionado, los políticos inventan demasiadas normas que de modo agobiante regulan hasta el más sutil detalle de nuestras vidas personales y empresariales. Así, asedian nuestra libertad y aumentan su poder. Además, a las 18 administraciones españoles se une el mamut de Bruselas. Segundo, estas normas son demasiado extensas y tremendamente farragosas. Parece que al legislador le aterre la sencillez; lo complejo vende; las leyes se valoran al peso. Qué típicamente español es ese articulado profuso, lleno de apartados y subapartados, que trata de maniatar una realidad demasiado grande y compleja, realidad que continuamente se rebela en defensa de su libertad amenazada. Tercero, leyes sobre temas muy relevantes cambian cada vez que hay un cambio de Gobierno. ¿Cuántas reformas educativas ha habido? ¿Cuántos cambios fiscales? Los partidos mayoritarios no se ponen de acuerdo en casi nada y legislan en exceso para corregir los “errores” del anterior Gobierno. De esta forma, es imposible planificar a largo plazo. Y si no se puede planificar a largo plazo, no se invierte. Y si no se invierte, ¿cómo se planta la semilla del crecimiento? En cuarto lugar, las leyes españolas basculan entre una concreción que trata inútilmente de atrapar esa realidad siempre más compleja y una vaguedad intencionada que permite la arbitrariedad por parte de quien ostenta el poder. En este último caso, el ciudadano o la empresa dependen de la “benevolencia” del político de turno. No existe el imperio de la ley: existe el imperio de la voluntad del político. Como el rey Ricardo III, en la obra homónima de Shakespeare, el político busca tener siempre la puerta abierta para responder: “Hoy no estoy de humor para dar” (Acto cuarto, escena II). No olviden que el súmmum del poder, aquél con que sueñan todos los políticos, es el poder arbitrario: el hoy sí; mañana, no; a ti, sí; a aquél, no. Les suena, ¿verdad?
En España los políticos han hecho de la política una profesión. Por regla general, llevan en ella desde que terminaron sus estudios. Algunos apenas tienen estudios, luego llevan en política realmente mucho tiempo. En el extremo contrario están los que estudiaron una carrera universitaria y una oposición y, a renglón seguido, con veintitantos, zas, se metieron en política. A éstos últimos, en nuestro país, los calificamos como “muy preparados”. La admiración al opositor es un fenómeno muy español. Obviamente, siempre es mejor tener formación que no tenerla; los idiomas, por cierto, también ayudan mucho. Además, una oposición es un indicio de capacidad memorística, sacrificio, trabajo y concentración. No obstante, contrariamente a otros compañeros de oposición que sí han pasado por la vida “real”, muchos de estos políticos no han tenido más experiencia que la sede del partido o, si han tenido suerte, algún puesto de responsabilidad en la Administración durante unos pocos años; en demasiadas ocasiones, no tienen ni la más remota idea de cómo funciona una empresa privada, el motor de riqueza y creación de empleo de cualquier economía moderna. Les falta este conocimiento, importantísimo en el mundo globalizado y duramente competitivo del s. XXI. Han estado casi siempre en el lado de quien redacta la norma o la hace cumplir; casi nunca en el extremo de quien soporta sus consecuencias.
Pues bien, los unos y los otros llegan al poder después de estar media vida ansiándolo y quieren dejar su impronta. Quieren redactar. Les posee una suerte de fiebre legislativa y miden su eficacia por el número de leyes que aprueban. Con esta fusión tan española entre poder ejecutivo y legislativo, nuestros políticos creen que gobernar es hacer leyes. Pues bien, lo que necesita España es deshacer leyes. No añadir legislación, sino eliminarla; no regular más, sino desregular; no asfixiar la libertad individual, sino darle alas para que cree prosperidad.
Si el Gobierno realmente quiere reformar España para salir de esta maldita crisis debería plantearse como uno de sus objetivos reducir drásticamente el número de normas y regulaciones. En particular habría que apuntar a las producidas por ese Frankenstein llamado “Estado autonómico”, un invento metamorfoseado en monstruo. También debería establecer un plan de simplificación de las normas más relevantes. Ambas medidas devolverían parcelas de poder tomadas coercitivamente a la sociedad civil. Por último debería intentar ponerse de acuerdo en un número de normas claves con el principal partido de la oposición, aunque esté actualmente en formato guerrilla y echado al monte, y dejar así al albur del capricho político sólo normas de menor entidad.
La actividad empresarial en España sobrevive sofocada y agobiada bajo el peso de las normas y regulaciones disparatadas y caprichosas de sus 18 administraciones, y en la inseguridad permanente provocada por su continua modificación y por la arbitrariedad de su aplicación. Debemos sacudirnos este yugo.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
www.fpcs.es
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