Siempre hubo ricos y pobres, pero la distribución era más achatada antes: el ingreso medio de la Roma imperial no era muy distinto del mínimo. Vamos, que los romanos eran igualitarios sin clase media: su igualdad se cifraba en la pobreza.
Según explica Branko Milanovic, economista del Banco Mundial y profesor de la Universidad de Maryland, en The haves and the have-nots. A Brief and Idiosyncratic History of Global Inequality (Basic Books), la desigualdad entonces apenas superaba los 40 puntos del Índice Gini, lo que no se aleja mucho de la situación actual de Europa o Estados Unidos. Hablando de igualdad en la pobreza, el libro ratifica una vieja reivindicación: el socialismo es efectivamente igualitario, entre 6 y 7 puntos Gini más igualitario que los países capitalistas. Esto no quiere decir que el socialismo resuelva la desigualdad, sino que generaliza la miseria y cambia los motivos de la desigualdad: los ricos en las dictaduras comunistas no son los empresarios, sino los jerarcas del Partido.
En el caso de los países capitalistas desarrollados con políticas redistributivas, Milanovic cuestiona la sabiduría establecida: la redistribución no favorece a la clase media, sino a los relativamente minoritarios que entran en el proceso con rentas inferiores y que a medida que ganan más se van beneficiando menos. La clase media, supuesta razón de ser del Estado del Bienestar, es perjudicada por él. Problema: ¿por qué lo apoya? No hay una respuesta clara, quizá porque lo ve como un seguro, y está dispuesta a pagarlo aunque no se beneficie de él directamente. Quizá sea por el peso ideológico del Estado redistributivo, que nadie se atreve a cuestionar.
Al revés de lo que se nos ha contado, los países pobres son cada vez menos pobres. La globalización, asimismo, ha venido con otras paradojas, como que los movimientos de capital financiero y de capital humano van desde los países más pobres a los más ricos, al revés que en la ola globalizadora decimonónica. Con la tecnología también pasa algo nuevo y extraño: antes se suponía que los países pobres tenían ventajas porque podían aprovechar la tecnología, copiándola sin tener que inventarla, pero ahora con la protección mayor de la propiedad intelectual, ya no es tan así. Además, la tecnología ha dejado de ser vista sólo como algo exógeno, que llega, se copia o se compra, sino que es endógena, es decir, proviene de un determinado contexto institucional y cultural que crea un ambiente propicio para ella: de ahí la histeria de los políticos con sus “modelos de crecimiento”, que aspiran a reproducir las condiciones que han dado lugar a los avances tecnológicos.
El pensamiento antiliberal, cuando no pudo colar el camelo de que el capitalismo empobrecía a los trabajadores, se inventó la teoría de que el proletariado no es una clase sino un lugar: el Tercer Mundo (el mismo razonamiento lo aplicaron a las mujeres, el medio ambiente, etc.). Fue otro bulo, porque la desigualdad no ha aumentado en el mundo en las últimas décadas.
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