El Gobierno tendrá problemas con la calle. La primera razón es su ministro. Solo ha dado pruebas de torpeza: sea sobre el déficit, el futuro de ETA o el exceso policial, todo lo que dice se somete a las pocas horas a su propia, y aún más absurda, rectificación. Es lógico: no hay hombre más descreído que el pastelero.
No son públicas las razones por las que Rajoy eligió a Fernández Díaz. Una costumbre de la barata democracia española es que el presidente no se siente obligado a explicar las razones de sus nombramientos. La experiencia política fundamental del ministro Fernández es la de haber convertido a la sección catalana del PP en un irrelevante apéndice de CiU. Lo que, por cierto, continúa siendo. No es descartable que el presidente Rajoy, hombre también tentado por el dulce, que ya otrora se lo llevó de secretario a varios ministerios como el que que viaja con su dieta a cuestas, lo hubiese elegido para dedicarlo a la panificación del posterrorismo. Y puede que sea una de sus funciones, desde luego; pero nunca será la principal. En primer lugar porque ese tipo de trabajos siempre acaban siendo del presidente del gobierno; y, sobre todo, porque la calle, y por lo tanto el orden civil, se vislumbra como un grave escenario político.
El escenario se prefigura por la casi certeza de que el PSOE va a llorar como un solo hombre en la calle lo que no supo ganar en las urnas, una táctica sentimental recurrente en la izquierda: por eso han sido siempre partidos de lucha y de gobierno. Pero que se produciría incluso sin la complicidad del tahúr. La calle se ha convertido en un grandioso plató. Como en los de su clase, todo está muy preparado: los mismos que provocan las acciones son los que las filman y dan noticia de ellas. Lo llaman periodismo ciudadano y supone un merecido cambio de paradigma: ya no solo los periodistas se hacen pasar por cualquiera sino que cualquiera se hace pasar por periodista. La calle es el contrapeso caliente de la abstracción de las noticias económicas que anegan hoy los periódicos: la calle son las historias que escriben estos días las bebitas en su primera mascletà y que convierten esta Valencia en «una caótica primavera de Praga», mientras anuncian de uno, cosas de los bautismos, que «a sus doce años ya sabe lo que es la injusticia.»
En estas circunstancias españolas el ministerio de Interior es, sobre todo, el ministerio de Comunicación y necesita más que porras eléctricas, electrónicas. Pero necesita, sobre todo, un político que, como su presidente siempre exige y presume, tenga el valor de decir la verdad. De decir, en este caso, que Los sucesos de Valencia han sido un invento de los medios y que ése ha sido el principal exceso.
(El Mundo, 23 de febrero de 2012)
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