Desde hace meses, y sin que haya tenido aún la oportunidad de decirle al juez una sola palabra, el yerno del Rey está diariamente sometido en los medios a graves acusaciones. Algunas de ellas constituyen delitos nítidos, pero lo demoledor es la luz inmoral que proyecta el conjunto. Sombrío, el pueblo se pregunta qué sera de nosotros si personas situadas en la cumbre social se comportan con semejante desdén a las leyes y a las normas.
Nada de lo que se publica ha obtenido aún la garantía de verdad que aporta una sentencia; pero los verbos del sujeto titular son inequívocos: Urdangarín recibió, evadió, cobró, ingresó, coló, desvió. Los periódicos pueden utilizar esos verbos sin que medie una sentencia; y así lo hacen con la mayoría de asuntos de lo real, que no están sometidos al escrutinio de un juez. El problema es que los hechos que afectan al yerno del Rey están todavía en curso y por elucidarse. Los periódicos solo están publicando el relato fiscal (policial) de los hechos. Un relato que se distribuye a trozos, dosificadamente, en razón de las necesidades comerciales, como truculentas piezas separadas: múltiples cabezas desgajadas de su tronco, que aún se mueven pero cuya inteligibilidad es dudosa. Y en el que deslumbra una ausencia: los packs de los periódicos titulan, con su arrogancia habitual, Todo sobre el caso Urdangarín,y es lástima grande que en el todo falte la voz del propio Urdangarín.
En cualquier otro asunto no sometido al protocolo judicial, el político, por ejemplo, ningún periódico se atrevería a escribir en esos términos sobre nadie sin incluir lo que tuviera que decir el nadie. ¡Buenos son ellos para no acogerse a las llamadas versiones de los hechos! Pero, sorprendentemente, cuando se trata de determinados procesos judiciales los periódicos abandonan toda prudencia. Hasta el punto de que, tras los primeros compases, desaparecen incluso las construcciones gramaticales precautorias. Si en los primeros días aún se lee que la policía acusa, el fiscal responsabiliza, o el instructor cree en las semanas siguientes los hechos se presenten sin padre ni madre, y sin piedad: Urdangarín cobró.
De modo que lo primero que cabe considerar sobre el llamado juicio mediáticoes que suele producirse sin la participación de las defensas, como es tradición en Moscú. Las razones de este silencio son múltiples. Y la primera, casi conceptual: se trata de defensas. Esta posición es siempre el hándicap de partida, mucho más lacerante cuando las acusaciones, aún sometidas al secreto de sumario pero ya filtradas, están en los periódicos sin que los abogados las hayan aún examinado. También es evidente que la defensa suele ser para los medios la realidad que estropea una buena noticia. Y, desde luego, en el privilegio dado al relato acusatorio hay una viscosa cuestión de tráfico de intereses: los periodistas especializados viven, noticiosamente hablando, de la policía y el fiscal: los abogados pasan, pero el fiscal y la policía permanecen.
Los abogados, desde luego, suelen quejarse de la indefensión del juicio mediático; pero lo cierto es que harían bien en abandonar esa retórica plañidera y ponerse manos a la obra desde la consideración inexorable de que en los periódicos, al menos en los españoles, se dirime la suerte civil de los acusados. La realidad, sin embargo, es que la gran mayoría de los abogdos no está preparada para ese trabajo: a diferencia de policías, fiscales y jueces desconocen cómo gestionar el trabajo con los medios. Es sorprendente que hasta una fábrica de peluches tenga su jefe de prensa y que grandes despachos de no se hayan planteado jamás incorporar a su plantilla a especialistas de la jungla mediática. La ausencia del relato exculpatorio tiene la consecuencia que cabe esperar: el que calla otorga. La opinión pública concluye que ni el yerno del Rey ni su abogado dicen nada porque nada tienen que decir, salvo admitir los hechos y su condena.
El juicio mediático tiene, por último, su sentencia y su ejecución de condena, que consiste en la llamada pena del telediario. El acusado pasa, a veces sucio, despeinado y con esposas, por la horca caudina del prime time, es decir, por el tribunal del pueblo de nuestra época. El pueblo, previamente engrasado por centenares de titulares, dicta entonces su sentencia inapelable. Tan inapelable que ni siquiera una absolución de los jueces la conmoverá. Cabe señalar, no obstante, que la ejecución de la pena del telediario está, básicamente, en manos de la instancia judicial. Porque puede impedir su ejecución o facilitarla, como parece que va a hacer ahora el juez con el yerno del Rey. Es un caso de altísima hipocresía el que los jueces partidarios de aplicar el garrote del telediario lo hagan en nombre de la igualdad ante la ley. Yo admitiría que lo hicieran en nombre de un suplemento de justicia que se acerca plácidamente a la venganza: que el poderoso se lleve algo más. Pero en nombre de la igualdad… Lo que la pena del telediario prueba, precisamente, es que todos no somos iguales ante la ley: unos pueden ir a declarar ante el juez paseando y gozando de la mañana mientras otros deben hacerlo entre los insultos de los característicos del pueblo, esa horda mafiosa que se agolpa ante los juzgados cada vez que la convocan y que espera jadeante ser recompensada por los medios con su pedacito de alcachofa sanguinolenta.
Sobre el yerno del Rey, sin embargo, y cuando aún faltan siete días para su primera declaración, el juicio mediático ya ha cumplido todos su protocolos. Incluido el de la ejecución de condena. Ya es indiferente de qué modo vaya a declarar, si andando o bajo vidrios tintados. El pasado martes la cadena Telecinco emitió unas tremendas imágenes de su culo corriendo por las calles de Washington, cuando trataba de librarse del acoso de una dulce reportera. Las imágenes no explicaban nada del caso Urdangarín, pero trazaban un autobiografía completa de los que filman, montan y emiten. Ese culo nos humilla a todos. Los ciudadanos sueñan con príncipes valientes, que planten cara a la vida con elegancia, contundencia y honor, y es cierto que la reacción del yerno del Rey fue decepcionante. Pero en el fondo no hay en ella otra cosa que la democratización de la monarquía, con la que se llena la boca tanta gente honorable. Mientras mostraban el regio dorso, una voz en off, el fétido corifeo, iba diciendo: «¡¿De qué huye Urdangarín, de qué huye?!» La voz iba buscando la guillotina de la metáfora: ¡míralo, pueblo, el pelele, cómo huye de la justvcia! Sin embargo el yerno solo hacía lo que cualquier demócrata asustado: huir de los navajeros.
Sigue con salud,
A.
(El Mundo, 18 de febrero de 2012)
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