Misrata Calling

Alberto Arce.



Las familias pudientes de Misrata colaboran con la rebelión proporcionando a los desarrapados de primera línea de todo lo necesario para la guerra. Dinero, espacio, hombres, conexiones a internet, comida, coches, armas, traductores para los extranjeros y gasolina. Son el vértice sobre el que pivota el levantamiento, aunque ignoro si serían capaces de conseguirnos una cerveza.

El lugar al que nos llevan no se ve desde la carretera. Una vez franqueado el portón de entrada, custodiado por dos hombres armados, intuimos una casa inmensa, protegida por muros y árboles de miradas indiscretas, y poco a poco empezamos a comprender el lugar. Si esto fuese la oficina de una multinacional habría un cartel que rezaría Departamento de Coordinación y Logística & Alojamiento para periodistas freelance. Una vez traspasada la puerta nos encontramos más bien con una mezcla de loft bélico de Google y sala debrokers en pleno pánico bursátil: antenas de transmisión por satélite, cajas de comida, cajones con armas y una inmensa pantalla de Mac, todo enlazado por una red de cables que atraviesan los pasillos, abarrotados de gente armada que no para de moverse de una habitación a otra. Hay un gran recibidor lleno de sacos de dormir, todos ocupados por jóvenes que no se separan de su arma ni de sus ordenadores, permanentemente conectados a Facebook y Twitter.

“Bienvenidos. Podéis dormir aquí”. Rompiendo el laconismo que parece caracterizarles, nos llevan hasta una especie de habitación de albergue. Varios colchones amontonados, la persiana bajada, algunos cristales rotos y una bombilla que alumbra precariamente la habitación. No estamos solos. Hay una mochila y ropa extendida sobre el único colchón que parece usado. Lo ocupa Marie Colbin, corresponsal del Sunday Times. Una institución a la que tardaríamos días en conocer. Un fotógrafo francés, que no se mueve del sofá y administra las palabras como si fueran sus últimos ahorros, nos da la bienvenida y poco más. Es uno de los supervivientes de los morteros que mataron a Tim Hetherington y Chris Hondros y ahora solo piensa en irse de Misrata. El corresponsal de la RAI, un tunecino simpático que, por supuesto, habla árabe, charla con varios combatientes con la misma calma con la que se tomaría un café en una terraza de Roma. Nos ayudaría bastante al principio.

Siempre es un lujo para el periodista dormir junto a los combatientes. Cuanto más cerca de la información, mejor. Además, en Misrata no hay hoteles. La Lonely Planet a la basura. Hay comida y colchones de sobra. Se lo contamos a Javier Espinosa, corresponsal de El Mundo, que está durmiendo solo en un gimnasio y en seguida se nos suma a Ricardo y a mí. En Misrata, las estrellas de los alojamientos dependen de la cercanía a los que mandan.

Ahmed, Soheib y Alí hacen las veces de anfitriones y se nos presentan. Son adolescentes y universitarios. Los dos primeros estudiaban inglés en la Universidad de Misrata antes del 17 de febrero, y llevan combatiendo desde el mes de marzo.
Alí ha venido desde Bengasi. Trabajaba junto al cuarto en discordia, Mohammad, en una tienda de material deportivo propiedad suya. En Misrata aprenderemos a distinguir dos tipos de combatientes: los que te enseñan fotos de escenas bélicas en el móvil y quienes prefieren mostrarte apacibles postales de su vida anterior. Alí y Mohammad pertenecen a esta última categoría. En vez de asegurarnos que llegaremos a Trípoli en caravana triunfal, su conversación me recuerda a la de dos comerciantes en una feria textil. “Importábamos la mercancía desde Italia y teníamos la mejor tienda de deportes de todo el este de Libia”. Después de la charla nos ofrecen “macarrones con algo de carne”. Tampoco lo sabíamos entonces, pero ese sería el menú del mes. Durante la cena nuestros anfitriones se ofrecen a mostrarnos el vídeo de la muerte de los periodistas Tim y Chris, de la que ellos fueron testigos. Y, como si buscaran justificar su macabro ofrecimiento, añaden: “Todo en Misrata es objetivo militar. Vosotros también”.

Antes de comenzar a hablar y relatarme las escenas de los combates de la calle en Trípoli, Ahmed se lía un peta. Hachís del bueno. Va a ser cierto lo que decía Gadafi respecto a los drogadictos y borrachos que se han levantado contra el guía de la revolución. Eso, o que normalidad es tener 24 años y fumarse un porro antes de dormir.

Si el relato de Ahmed es desganado, el de Soheib es confuso. Le apartaron del frente después de que mataran a un amigo suyo y él perdiera su arma. O las dos cosas al mismo tiempo. Ni siquiera es capaz de explicarse. Lo único que queda claro de su historia es que quiere un arma para regresar lo antes posible al frente. Es más infantil y está igual de desubicado que Ahmed, pero a diferencia de éste, Soheib se hace el valiente, aunque no sea necesario. A nosotros no tiene que convencernos. Quizás trata de convencerse a sí mismo.

Alí es cojo y no combate con armas. Lleva una pequeña cámara de fotos y con ella graba vídeos para la cuenta de Youtube del movimiento 17 de febrero. Siempre va más allá que los fotógrafos y los cámaras extranjeros. No lo hará mejor, quizás no, pero sí desde más cerca. Su desprecio por la vida es total. Su sonrisa, inmensa.

“Si Allah decide que muera aquí, mi vida será un éxito”, nos cuenta. “Yo soy periodista y combatiente. Yo soy libio, vosotros no. Vosotros necesitáis salir de aquí con vida. A mí me da igual. Pero pasad por el salón antes de comer”.

Alí se muere de risa como actitud vital pero no deja que nadie se equivoque. Es un tipo serio. Para muestra, su frase lapidaria.

–Y si después de la guerra no sobrevivo, mejor. Así no me pueden engañar tres veces.
–¿Alí? –le miro sorprendido.
–Lo que has oído. 

En la otra esquina del gigantesco salón vemos a una docena de hombres discutiendo en grupos en torno a Ridaa. Además de venir a buscarnos al puerto no sólo es el jefe de todo esto, sino que lo parece. Barbudo, de unos 50 años bien llevados, tocado con una gorra que luce los emblemas de la rebelión, maneja, sentado en el suelo sobre cojines, entre cartones de Marlboro y los ceniceros repletos de colillas, dos pantallas de ordenador permanentemente conectadas a Skype, una radio y varios teléfonos vía satélite. Saluda casi sin mirarnos, con esa actitud de quien no se dirige nunca a ti y te obliga a preguntarle dos veces antes de reconocer que te ha oído. Actitud de jefe.

Ofrece café, tabaco y la clave para utilizar internet. “¿Para quién trabajáis?”. Para medios españoles, contestamos con la boca pequeña. “Aquí duermen también varios compañeros vuestros. Ya los conoceréis. Cualquier cosa que necesitéis, me la pedís. Comida, coche, traducción. Estamos a vuestra disposición. Gracias por venir a Misrata. Mañana podréis salir. Los chicos os llevarán donde les pidáis y cuidarán de vosotros”.

Es de noche, después de la batalla, cuando los rebeldes hablan y se comunican con el mundo a través de Skype. Los hombres reunidos en esta casa son, también, pluriempleados de guerra, que cada día reciben la llamada de todo tipo de medios. Son los comentaristas sobre el terreno que intervienen en CNN, Jazeera, Arabiya, BBC, Rusia Today. Todos hablan inglés y tenían profesiones liberales antes de que empezase la guerra. Algunos continúan trabajando en el hospital y estas conexiones con el mundo exterior son su único momento de relax. Antes de las entrevistas se realiza un resumen de la situación y se discute qué decir y cómo decirlo. No les oigo cocinar mentiras, sino compartir información. Pero tengo, todavía, poca información para estar seguro de esto.

En el salón, aprendiendo y escuchando entre portavoces, combatientes que toman té sin desprenderse de sus armas, jóvenes que chatean en Facebook y el sonido constante de las actualizaciones que llegan del frente a través de la radio, un hombre simpático que no llega al metro y medio y tiene una voz de pito que cuesta tomarse en serio, se levanta y se nos presenta. Dice que es ingeniero.

Pide que nos descalcemos y nos sentemos con él. Sirve café y abre la pantalla de su ordenador. “¿Conocéis este programa? Se llama Google Earth”. Nos muestra un mapa en visión satélite, atravesado por rayas de todos los colores. Se trata de un hombre mayor que juega a utilizar el Photoshop. “Os voy a explicar dónde se encuentran en estos momentos nuestras barricadas y las tropas de Gadafi. Así podréis moveros con información y decidir dónde queréis ir”. Tira de radio y comienza su ronda de preguntas, que traduce inmediatamente en líneas y puntos. “Aquí, en el este, avanzamos a la altura de este cruce de carreteras, al final de Karzaz, después de la mezquita. Por el oeste, los combatientes están a las puertas de Burueya, quieren conquistar Zuryeq. Y si miras por la costa han avanzado un par de kilómetros más, pero han decidido retroceder porque son dunas y la posición es mala para pasar la noche. Estamos esperando visores nocturnos, pero no nos llegan. En el sur de la ciudad seguimos sin poder acercarnos al aeropuerto a partir de este puente. ¿Ves estas calles? Hay francotiradores y no podemos acercarnos aún. Pero es cuestión de pocos días”.

No se trata sólo de simpatía ni de hospitalidad, se trata de transparencia. Nos acaban de mostrar su... sala de situación, creo que las llaman.
  

Este texto es el capítulo sexto de Misrata Calling, que la semana que viene publicará la editorial Libros del K.O.

  

Otras piezas sobre Misrata en Fronterad: 
Misrata, desde la ciudad sitiada, por Guillermo Cervera y Adiós a Gadafi. Los últimos de Misrata, por Eduardo del Campo.

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