Me gustaría saber cuántos de esos estudiantes valencianos de 20 añitos largos que cortan la circulación de las calles de su ciudad para que les pongan calefacción; cuántos de esos patéticos maduritos con la crisis de los 40 a cuestas que se arriman a las quinceañeras en protestas estudiantiles que ni les van ni les vienen; cuántos de esos que creen estar viviendo en una dictadura fascista; cuántos de esos lectores del diario El País o Público que llaman a los policías “perros” o “descerebrados” o “nazis” o “paramilitares”; cuántos de esos votantes del PSOE y de IU que ponen en duda el monopolio de la violencia por parte del estado… cuántos de esos infantiloides, digo, tendrían los cojones de jugarse la vida para salvar la de un desconocido que se ahoga a unos pocos metros de la playa.
Yo, desde luego, no.
¿Demagogia? No, hombre, no: la policía está legitimada democráticamente para abrirte la cabeza a hostias por la misma razón por la que son ellos, no tú, los que tienen la obligación de tirarse a un mar criminal para salvar a un adolescente eslovaco que se ha echado un chapuzón a las 5:00 de la madrugada tras una noche de melopea descomunal.
Pero una ciudadanía a la que hay que explicarle de dónde surgen las legitimidades democráticas y cuáles son las obligaciones que conllevan estas es una ciudadanía que se merece cualquier mierda que pueda caerle encima. El vacío existencial, de ideas y de proyecto, de la izquierda en este país sólo puede llenarlo un nuevo franquismo. Y ahí andan ellos, recibiendo mamporros con la vana esperanza de que el ruido de las porras al chocar con sus cráneos vacíos logre despertar la momia de Franco.
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