EL martes 14 El País nos sorprendía a todos con una portada que dedicaba su foto principal a cierta “obra”: una escultura de un Franco de corte hiperrealista vestido de militar, metido de pie y con las rodillas flexionadas, lo que aún le hacía más ridículo, en una de esas neveras de Coca-Cola que se ponen en los pasillos y salas de espera. Ni siquiera el arte contemporáneo tendría un nombre apropiado para esa ocurrencia: ¿Escultura? ¿Instalación? ¿Museo de cera? ¿Arte conceptual? ¿Arte político? ¿Imaginería popular? ¿Publicidad encubierta de Coca-Cola? ¿Carambola a tres bandas de la Fundación Francisco Franco que ve cómo languicede su legado (y que diecisiete horas después de publicado este asiento, así parece confirmarlo, demandando al autor de "la obra")? Fue Ramón Gaya quien definió mejor toda esta clase de quincallería: "sustos baratos". Sustos baratos que suelen salirnos, por lo general, carísimos, ya que casi siempre son los museos y las instituciones culturales públicas quienes acaban apechugando con ellos y empapuzándonoslos.
Lo que a este en concreto le hace diferente de otras mamarrachadas no es tanto que sea más o menos caro o de "gusto" discutible, sino que haya aparecido en la portada de El País, una entidad privada con reputación de seria y amarillista lo justo (y ya estamos temiéndonos lo peor, todos los otros medios de masas a los que El País ha señalado el camino, y que a lo largo de esta semana van a meternos a Franco hasta en la sopa).
Ni siquiera hemos de pensar qué habría ocurrido si se hubiera tratado de una figura histórica no menos significativa para los españoles e incluso con el mismo cariz totalitario, pero de signo político contrario, pongamos por caso Enrique Líster o Dolores Ibarruri. ¿Le habrían dado la portada? Claro que para ello tendríamos que encontrar antes a un "artista" que quisiera verdaderamente escandalizar o vacilar al burgués con algo políticamente incorrecto (hablar mal de Franco es, contra lo que parece creer ese artista, políticamente correcto; hacerlo de Pasionaria, hoy, no lo sería en absoluto, al margen de la consideración o los matices que pusiéramos en cada caso, de la misma manera que malicio que una posible momia de Aznar sería objeto de consideraciones lúdicas en tanto que otra parecida de González o Pujol probablemente se reputaría una provocación de mal gusto), puesto que eso es de lo que al parecer se trata, lo que se persigue, el escándalo: el ser o no ser en una sociedad del espectáculo como la nuestra.Y si en este caso la representación de la obra es la obra misma (¿sería diferente la "obra de arte" si la momia fuese del Che Guevara, La Pasionaria o, más audaz aún, la de Santiago Carrillo, que sigue vivo? Desde luego que no, sólo el escándalo sería distinto, y también los periódicos que la hubiesen sacado en sus portadas), no podremos dejar de hacer algunas consideraciones.
La primera de todas es que el autor, Eugenio Merino, nació el mismo año en el que Franco murió (en la cama), pero que por simple estadística, de haberlo hecho pongamos treinta años antes, cabe suponer que habría sido uno más de los millones de españoles que no movieron un dedo para que la dictadura de Franco se acortase un solo día. Claro que quizá encontremos en este hecho sociológico la razón económica por la cual hayan querido darle la portada de El País,brindis de sus responsables a todos aquellos que habiendo tenido edad para haber luchado contra Franco no tuvieron el valor de hacerlo (estadísticamente una gran parte de sus lectores), convenciéndoles de este modo de que sí fueron antifranquistas, como convenció De Gaulle en 1945 a todos los franceses de haber trabajado para la Resistencia. Y esto, en el caso que nos concierne, pasa por resignificar al dictador Franco, convertido en un icono risible, muñeco del pim pam pum para exorcizar los fantasmas que se le han atragantado a esta sociedad. Para eso, no obstante, es mejor que le demos la palabra al propio Merino, que habla del asunto como lo haría un publicista hortera: "Franco sigue siendo noticia, no ha desaparecido. Está más de moda que nunca con la Ley de la Memoria Histórica y el Diccionario Biográfico Español. Al principio barajé incluir [en la máquina de bebidas de Coca-Cola donde ha metido a Franco] a Mao Zedong, pero no funcionaba tan bien. Franco en una nevera es la imagen de su permanencia en nuestra cabeza", ha dicho, y podría haber añadido, "y en mi cartera". La "obra" que trajo el año pasado a Arco la vendió por 45.000 euros. Cierto que el periodismo está para dar noticia de los hechos, incluso cuando no pasan de ser sustos baratos, pero no si con ello se convierten además de mensajeros en apologetas, como es el caso.
Algunos artistas contemporáneos pueden no ser Heidegger (los hay que lo intentan), pero tienen el instinto de los pícaros para sus trapicheos. Parece el caso de este Merino. Ha metido a Franco en una nevera de Coca-Cola (sutil: imaginamos lo que le ha costado llegar a esa idea), tiene el cinismo de decir que ha dejado fuera a Mao (seguramente está pensando en exponer en alguna galería emergente china) y se ha buscado para su obra un asunto blindado (a quien se la critique, siempre podremos llamarle fascista y desde un punto de vista artístico, reaccionario y casposo).
El País, 14 de febrero de 2012 |
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