Querido J:
Un párrafo de la sentencia del Tribunal Supremo que condena a Baltasar Garzón dice: «La pretensión legítima del Estado en cuanto a la persecución y sanción de las conductas delictivas, solo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos en un Estado de derecho. Nadie discute seriamente en este marco que la búsqueda de la verdad, incluso suponiendo que se alcance, no justifica el empleo de cualquier medio. La justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo Justicia».
El párrafo alude a las escuchas ilegales de las conversaciones entre los letrados y los acusados del caso Gürtel que el juez Garzón ordenó. La orden vulneraba un importante reducto de secreto: el que vincula a un acusado con su defensor. Hace algunas noches, en el Tirsa y en una de las impagables conversaciones sobre la justicia y la vida que mantengo con él desde hace años, el abogado Javier Melero decía que en el ordenamiento jurídico español, donde un acusado no puede defenderse por sí mismo, un abogado solo es alguien que articula (exactamente) la versión que el acusado tiene de unos hechos en los que ha participado. «Yo diré lo que el acusado me dice que diga, con los artículos del Código», concluía mi amigo. Por lo tanto interceptar este tipo de conversaciones debe de ser como meterse en un soliloquio: una violación del derecho a la más profunda intimidad concebible.
Tú tienes buen oído y no se te habrá escapado el sutil cambio de melodía que se advierte en el párrafo de la sentencia. Rebobina y oigamos juntos cómo empiezan hablando de la verdad, de la búsqueda de la verdad, y terminan hablando de la Justicia, en mayúsculas. Imagínate ahora que el magistrado hubiese escrito así la frase final: «La verdad obtenida a cualquier precio termina no siendo verdad.» Nadie suscribiría esa proposición. Lo que valepara la justicia no vale para la verdad y ahí se sitúa la durísima discrepancia entre los jueces que han condenado a Garzón y la opinión política y mediática que lo defiende.
Antes de seguir quiero hacerte una salvedad. No siempre la opinión socialdemócrata ha estado en contra de los procedimientos. ¡Depende de los fines, como le es propio! Lee el fino trocito editorial de nuestra prensa que incluía ayer el comentarista González en su blog: «Ningún fin, ni siquiera el de conocer toda la verdad sobre los GAL, justifica pasar por encima de los procedimientos. El principio de que no todo vale rige tanto en la lucha contra el terrorismo como en la investigación de los delitos cometidos a su amparo.» Entonces era octubre de 1995, y Garzón instruía el sumario del atentado en el bar Monbar.
Pero el doble rasero no debe desviarnos de lo nuestro. Ahora lo nuestro es el supuesto enfrentamiento entre verdad y justicia. Como sintetizaba profesoralmente Melero «la justicia solo es un procedimiento reglado para obtener la verdad.» Las reglas, naturalmente, tienen que ver con el respeto a los derechos individuales. Pero a mi juicio tienen que ver, sobre todo y al fondo, con la verdad. La necesidad de que un reo y sus abogados puedan hablar libremente no solo se sustenta en la moral, sino también en la técnica. Todo el escenario jurídico, incluido el derecho a la defensa, tiene por misión facilitar la búsqueda de la verdad. Ciertamente el objetivo primero del abogado no es la verdad de los hechos, sino la defensa de su cliente; pero suponer que su presencia en el escenario no contribuye al establecimiento de la verdad sería como negarle a las mentiras su paradójica capacidad de convicción sobre lo que es verdadero. Ahora bien: que el derecho a la defensa sea, genéricamente, una garantía más de acierto en la búsqueda de la verdad no presupone que en circunstancias particulares no pueda entorpecerlo. El sistema trata de asegurar su eficacia genérica, pero lógicamente no es perfecto; a veces, astutamente, las mentiras dejan de servir a la verdad y la sustituyen.
El juez Garzón se saltó las reglas para tratar de llegar a la verdad. Los propios abogados defensores del caso lo reconocieron cuando declararon que a partir de la intervención ilegal de sus conversaciones, y desveladas así las estrategias de la defensa, el juez empezó a manifestar una clarividencia y sagacidad instructoras realmente notables. Por desgracia el problema de saltarse las reglas en la justicia no tiene las mismas consecuencias que las de saltárselas en el fútbol. Un gol en fuera de juego no es un gol, pero la verdad obtenida ilícitamente sigue siendo verdad. Sí, oigo a Melero: «El precio que una sociedad habría de pagar por usar estos procedimientos en la búsqueda de la verdad sería inasumible.» Lo oigo. Y tiene razón. Como el precio es inasumible, la condena de Garzón me parece justa.
Hay otro precio. El sistema no es perfecto. Los beneficios generales no impiden perjuicios particulares. Así pasa con todo. También con el periodismo. Para obtener la verdad el periodismo no solo tiene que acudir a la inmoralidad —el periodismo es una inmoralidad ontológica, copyright Janet Malcolm— sino también a la ilegalidad. Estos son los dramáticos inconvenientes de un mundo imperfecto. No solo la verdad; incluso el bien puede quedar afectado. Es probable que los protagonistas del caso Faisán persiguieran, con sus reglas torcidas, objetivos dignos. Como quizá sepas, el sistema jurídico contemporáneo incluye las llamadas causas de justificación: la previsión de que se utilicen procedimientos abyectos para fines nobles. Cuando se invoca esta causa el juez debe examinar si el beneficio obtenido por la consecución del fin era mayor que los perjuicios causados por el quebrantamiento de las reglas. Un asunto muy complicado. Yo echaré mi cuarto a espadas. ¡Solo faltaría! No en la fijación de esa objetividad. Sino en una llamativa cuestión subjetiva.
El otro precio. No querría negarle a Garzón sus buenas intenciones. Su íntima creencia de que la desarticulación de la trama Gürtel justifica el quebrantamiento del derecho a la defensa. Pero habría contribuido a convencerme si, una vez impuesto el precio del desajuste entre la verdad y la justicia, Garzón lo hubiese aceptado con sobriedad y acatamiento. (Tristemente, no hay mayor diferencia entre lo que el juez ha dicho y laespumosa carta que escribe su hija en su defensa). En esa frustrada madurez de respuesta habría yo visto al hombre que sabe que la verdad tiene un precio y que es el hombre y no el sistema el que ha de pagarlo. Y habría percibido con total y jubilosa claridad la diferencia entre un héroe y un ventajista.
Sigue con salud
A.
A.
(El Mundo, 11 de febrero de 2012)
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