La verdad, asunto de Estado

Arcadi Espada.



Francia va a castigar penalmente la negación del genocidio. No es el primer país que castiga determinadas mentiras sobre la historia. La gran mayoría de mentiras sobre la ciencias naturales tienen consecuencias tan inmediatas y drásticas que hacen inútiles los tribunales. Nadie discute los cálculos que permiten a un avión elevarse. Pero en las ciencias sociales siempre hay margen para mentir, con independencia de que las mentiras sean igual de redondas e irrevocables que las científicas. No todas las mentiras sobre la historia tienen el mismo efecto. Si alguien dijera hoy que Cartago destruyó Roma sería llevado al psiquiátrico y no a la cárcel. Pero no sucede lo mismo, para poner el ejemplo canónico, con los crímenes nazis: hay mentiras que operan dañinamente sobre la actualidad. Se argumenta, en nombre de la libertad de expresión, que los estados no deben perseguir las mentiras. Pero estas almas bellas no siempre se rebelan cuando desde los estados se propagan y se imponen las mentiras, y cuando con ellas se diseña la política de los gobiernos: de tan obvio y tan próximo, casi no es necesario subrayar hasta qué punto los gobiernos nacionalistas españoles se han identificado con esta conducta. La verdad es siempre vulnerable, aunque solo sea por inferioridad numérica: sobre cualquier hecho hay una sola verdad y mentiras innumerables. La situación se ha agravado con internet y el eco exponencial que obtienen los relatos falsos: la verdad no suele gozar de la plusvalía de la novedad y las mentiras suelen ser más excitantes que anodinas.
En estas condiciones la pregunta clave es si la verdad es un bien a proteger, como los tigres blancos o los glaciares, y si los ciudadanos tienen derecho a reclamar  protección contra las mentiras, empezando, claro está, por las mentiras fabricadas por los propios gobiernos. Pocas cosas tienen un sentido público tan necesario e indiscutible como la verdad. Ese sentido, por ejemplo, que ha alumbrado instituciones incluso privadas como la de la Enciclopedia Británica, y cuya vigencia debe defender cualquier propósito político razonable. Tentado estoy, dada mi filiación orwelliana, a reclamar un ministerio de la Verdad. Pero también me conformaría con una dirección general dependiente de un verdadero ministerio de Educacion. El ciudadano una y mil veces mentido, que no sabe muchas a veces a quién o a dónde acudir para saber a ciencia cierta, tiene derecho a disponer, también en este trámite, de su ventanilla. Única, desde luego.
(El Mundo, 31 de enero de 2012)

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