La destrucción del derecho laboral: ¡qué miedo!

Francisco Capella.



Los abogados laboralistas Francesc Casares i Potau, Andrés Pérez Subirana, Judith Barceló Cisquella y Jessica Bolancel Ferrer claman contra “La destrucción del derecho laboral”.
Este título no es una metáfora, es la expresión de una realidad. Las medidas que acaba de aprobar el Gobierno y que vienen a modificar los derechos y obligaciones de empresas y trabajadores, en realidad tan solo suprimen o recortan derechos de los trabajadores. Se habrá perdido por ello el equilibrio en que se basa toda rama del Derecho. De hecho, eso es lo que se pretendía, porque ¿qué significa sino “flexibilizar” y “desregular” las relaciones laborales? El Derecho del Trabajo era, hasta ahora, un conjunto de normas que disciplinaban aquellas relaciones, que ahora quedan sin regular o que pierden su valor. Por consiguiente, se está transfiriendo la fuerza del Derecho desde el código jurídico a las manos del más poderoso, que será siempre la empresa.

“Estamos diciendo la verdad verdadera acerca de la realidad real, no crean que el título es una analogía o una exageración para llamar su atención.”

Transformar algo implica que dejen de existir ciertas cosas y comiencen a existir otras nuevas: los autores aquí sólo ven lo que ya no hay (que dramáticamente denominan “destruido”) e ignoran lo que ahora sí hay y antes no había. En este caso además se trata de normas, que son cambiadas, no destruidas.
No es cierto que estas normas sólo supriman o recorten derechos de los trabajadores, y no hay más que leer la nueva ley para comprobarlo. Además cabría preguntarse si esos derechos eran legítimos (no lo eran) y si la normativa era adecuada para el progreso económico (tampoco): y sobre todo por qué se prohíbe que las partes negocien libremente, sin interferencias externas, la regulación de su relación como empleadores y empleados.

El auténtico derecho no se basa en equilibrios sino en principios éticos fundamentales. Los derechos basados en equilibrios son simplemente arreglos resultado de diferentes partes intentando conseguir algo a costa de otros y al mismo tiempo ceder lo mínimo posible ante sus exigencias (equilibrios de poder, “might makes right”).

El derecho del trabajo sigue siendo un conjunto de normas, desgraciadamente impuestas de forma coactiva y centralizada, que disciplinan las relaciones laborales: no es un sector sin regular. La referencia a una presunta pérdida de valor es meramente una valoración subjetiva que los autores tratan de colar como un hecho objetivo en lugar de decir que no les gusta esta reforma.

La empresa no es siempre el más poderoso. Esta es un artimaña de los que sistemáticamente pretenden pasar por víctimas y débiles indefensos para obtener simpatía moral. Cuando una empresa tiene mucho poder conviene preguntarse cómo lo ha obtenido: en un mercado libre sólo puede hacerlo sirviendo eficientemente a los consumidores, es un poder bien merecido. El que no tiene poder probablemente no ha demostrado ninguna competencia especial.

Nadie nace con la etiqueta “trabajador” grabada a fuego en la frente o incrustada de forma inamovible en sus genes, así que si realmente las empresas son tan poderosas y se quiere tener poder, la solución es sencilla: hágase empresario. Pero entonces quizás descubra que no es tan fácil alcanzar el éxito.
Entre las medidas adoptadas ocupa un lugar preferente la del “abaratamiento del despido”. Los trabajadores, a partir de ahora, han de temer que les puedan despedir más fácilmente, y tendrán aún menos fuerza para oponerse a posibles decisiones de la empresa contrarias a la ley. De hecho, ni se atreverán a denunciar las arbitrariedades ante los tribunales, porque se encontrarán con que, incluso en el caso de que estos les den la razón, tal decisión no comportará el restablecimiento de sus derechos. La empresa se librará pagando un precio módico. Es decir, la empresa podrá comprar con dinero el silencio de la justicia.

De nuevo aparecen los pobres trabajadores temerosos y asustados por la malvada empresa que podría incumplir alguna ley: resulta curioso que no se mencione la posibilidad de que sean los trabajadores los que lo hagan.

Lo de comprar con dinero el silencio de la justicia suena a soborno reprobable cuando en realidad sería el pago de la compensación correspondiente por despido.

Los derechos pueden restablecerse cuando se tienen, pero resulta anómalo un derecho a no ser despedido a ningún precio y en ninguna circunstancia.
Todo ello justifica la reacción indignada no solo de los sindicatos, como representantes de los trabajadores, sino de todos aquellos que saben que el derecho al trabajo es un derecho humano fundamental y que el código jurídico es un instrumento civilizador de las relaciones humanas. Es lamentable la miopía de muchos que no saben ver el daño que estas medidas harán al proceso que la Humanidad quiere recorrer hacia la justicia social. Lo veremos claramente cuando el panorama de las relaciones de trabajo de muchas empresas vuelva a parecerse más a un sistema feudal que a una democracia moderna.

Todo ello no justifica nada de lo que afirman, porque aunque son abogados obviamente no entienden gran cosa de justicia o ética por mucho que no se les caiga de la boca el manido tópico de la justicia social.
Los sindicatos no representan a los trabajadores: representan a algunos (pocos) empleados por cuenta ajena, y no todos son “trabajadores”. Unos cuantos están liberados de eso tan cansado que es trabajar para otros.

El único derecho humano fundamental es el derecho de propiedad: poder controlar sin interferencias violentas lo legítimamente poseído y no ser agredido. El auténtico derecho al trabajo es que trabajar no esté prohibido, no que otros deban ofrecerme un empleo en las condiciones que a mí me gusten.
Los códigos jurídicos, cuando son adecuados, son instrumentos civilizadores. Los actuales distan mucho de serlo: son a menudo generadores de conflictos, armas de depredación y excusas para el parasitismo.
Los ciegos resultan ridículos al acusar a otros de miopes. Sobre todo si pretenden hablar en nombre de la Humanidad, así con mayúsculas.

Lo del feudalismo en las empresas ¿incluirá el derecho de pernada?; ¿los nobles o jefes partirán para las cruzadas? La democracia moderna ¿es siempre maravillosa?; si sí ¿por democracia o por moderna?
La verdad es, no obstante, que de todo esto estábamos advertidos. La política neoliberal que se ha ido imponiendo en los últimos años en el terreno económico lo hacía presagiar. A mediados de los años ochenta ya había quien, entre los sabios laboralistas, nos pronosticaba, con complacencia, que muy pronto veríamos “el desmoronamiento del derecho laboral”. El Derecho del Trabajo, juntamente con la Seguridad Social, se había convertido lentamente, con el tiempo, en el recambio civilizado de las revoluciones sociales decimonónicas, y vino a conquistar pacíficamente, con sus normas, nuevos espacios de justicia social. Esta rama del Derecho significaba un compromiso entre el poder del empresario y las exigencias de justicia y participación de los trabajadores en la empresa. El Derecho del Trabajo trataba de canalizar la confrontación que comporta la misma naturaleza del trabajo por cuenta ajena y proporcionaba amparo al trabajador que se proponía establecer una relación laboral desde una posición solitaria, aislada y por lo tanto, débil. El Derecho disciplinaba, además, la acción colectiva de los trabajadores a través de la dinámica sindical.

La verdad es, no obstante, que la verdad no es la especialidad de estos cuatro señores y señoras. Las medidas liberales no son una imposición sino la defensa contra agresiones e interferencias previas. El colectivismo y el sindicalismo de las leyes actuales no son elementos civilizados ni son resultado de conquistas pacíficas: se han conseguido en gran parte mediante la coacción de huelgas violentas y las amenazas de romper con la paz social (más violencia); la otra parte ha sido demagogia política.
Si los trabajadores quieren participar en la dirección de la empresa, lo tienen muy fácil: compren sus acciones. Si no les gustan las empresas existentes, monten unas cuantas nuevas, si quieren como cooperativas.

El trabajo por cuenta ajena no comporta una confrontación que sea canalizada por el derecho laboral. El trabajador que se considere débil por negociar en solitario puede asociarse con quien quiera siempre que no imponga coactivamente a todos que hagan lo mismo. Y conviene llamar a estas asociaciones sindicales por su nombre correcto: instrumentos de restricción de la competencia.

La dinámica sindical no suele ser disciplinada por el derecho: obsérvese cómo de “disciplinadas” son las huelgas y demás manifestaciones de la actividad sindical.

Todo ello parecía indicar que la vieja lucha de clases estaba encontrando vías de superación y que la barricada se había convertido en código o en convenio colectivo. Parecía que los derechos fundamentales de carácter social y económico que el consenso universal estaba aceptando, iban penetrando, también, en el reducto de la empresa por la vía de la extensión de la cultura democrática. Daba la impresión de que lo justo y conveniente era seguir progresando por este camino, hasta convertir la empresa en un territorio de colaboración constructiva. Pero la llegada de una nueva crisis del sistema capitalista ha sido suficiente para que resonara machaconamente esa consigna de salvación: “Hay que flexibilizar el mercado de trabajo”, “hay que desregular el Derecho del Trabajo”. Pues bien, con las nuevas normas se ha dado satisfacción a estas pretensiones. Cuantas menos normas, mejor…

Las luchas se superan cuando una parte conquista lo que quiere y la otra se rinde: los convenios colectivos en buena medida son el reparto de los despojos tras la lucha en las barricadas.

Estos abogados siguen pretendiendo hablar en nombre de un consenso universal que ni existe, ni conocen ni representan: simplemente intentan hacer creer al lector que lo que ellos defienden es lo correcto y todo el mundo tendía hacia ello, hasta ahora que nos hemos desviado.

Fíjense cómo la empresa es un “reducto” necesitado de cultura democrática: aquí que vote todo el mundo, da igual si eres accionista o no. Todo el mundo quiere poder decidir, pero no poner el capital para que la empresa funcione.

La colaboración constructiva es posible: suele conseguirse a pesar de abogados laboralistas como estos.
El sistema capitalista no ha tenido ninguna crisis porque lo que existe actualmente no es un sistema capitalista.

El “hay que” es típico de intervencionistas que intentan imponer algo a los demás.
Que haya más o menos normas no es la cuestión, sino si estas son pactadas libremente por las partes o si se imponen de forma coactiva y centralizada, y entonces la abundancia y la rigidez suelen ser muy nocivas.
Este es, pues, el auténtico fondo de la cuestión. Si el Derecho son normas, lo que está haciendo el Gobierno es destruir con esta reforma una parte del sistema jurídico establecido democráticamente y consolidado después de años de sacrificios y de luchas sociales. Y en cambio, lo que nos acercaría a una democracia avanzada –utilizando palabras del preámbulo de nuestra Constitución– sería un sistema cada vez más participativo en las decisiones que afectan a los ciudadanos a todos los niveles, también a nivel laboral. Y todo ello, ordenado de la manera más perfectamente posible por la regla del Derecho.

El derecho, efectivamente, está constituido por normas. El gobierno acaba de cambiar parte de estas normas. ¿Acaso eso es ilegítimo? ¿Cómo se llegó a las normas anteriores? ¿No se habían consolidado las previas a aquellas?

Sí que ha habido luchas sociales (o sea violencia o amenaza de la misma) y sacrificios: los sacrificios de los contribuyentes, de los accionistas que reciben menos dividendos, de los compradores que pagan precios más altos, y de los millones de parados que deben su situación en gran medida a las rigideces y el intervencionismo socialista de la legislación laboral.

Una democracia cada vez más participativa ¿consiste en que la mayoría pueda imponer su opinión, desos y criterios a la minoría?
Por lo tanto, nadie puede negar que la reforma que ha de aplicarse a partir de ahora camina en sentido opuesto a estos horizontes de civilización y progreso. Es un intento de retorno a las fórmulas liberales más puras del laissez faire.

“Por lo tanto”: vamos a ver si parece que estamos argumentando con consistencia lógica.
“Nadie puede negar”: ¿es que está prohibido o que es imposible? Si yo lo niego ¿demuestro que están equivocados?

“Horizontes de civilización y progreso”: bobada de aspirante a grandilocuente.
La nueva ley es algo más liberal que la anterior, pero está muy lejos de ser una fórmula de máxima pureza.
Una vez llegados a este punto, habrá que entrar en polémica con aquellos sectores que justifican la reforma como un mal menor necesario para reactivar la economía, crear nuevos puestos de trabajo y aligerar esa lacra social persistente que es el paro. Pero estos, seguramente, no se atreverían a poner la mano en el fuego y asegurar que esta reforma laboral pueda ser determinante para conseguir aquellos objetivos, y que no existen otras alternativas. En cualquier caso, el daño que se habrá hecho al equilibrio humano dentro de las empresas y al proceso histórico de la justicia social, será difícilmente reparable; habremos perdido así casi un siglo en el camino del progreso.

Entren en polémica, por supuesto: antes aprendan algo de economía, y si puede ser también algo de derecho. Sí, ya sé que son abogados.

Y qué bonito lo del equilibrio humano dentro de las empresas y el proceso histórico de la justicia social… Sobre la pérdida de un siglo en el camino del progreso, a ver si alguien lo encuentra y lo lleva a objetos perdidos: se recompensará.

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