No olvidaré fácilmente aquellos tres días en Madrid. Fuera, la prima de riesgo subía más allá de los 450 puntos y la prosa electoral, en su semana agónica, lo infectaba todo. Pero, dentro, en el CaixaForum de Atocha, se había organizado una pequeña Atenas antes del rescate. Abrías una puerta y allí estaba la elegante Patricia Churchland describiendo cómo funcionaba el cerebro creador. Otra, y se veía a Sabino Méndez, con su Martin, a punto de pasar de las palabras a los hechos y enseñarles a los chicos cómo se hace una canción. Llegabas al centro de un escenario y ahí estaba un Gassman de vuelta a la vida que hasta aquel momento había atendido al nombre de Ferran Adrià: y no hablando de cocina, sino de mérito, de trabajo y de alegría. Dabas la vuelta y en el laboratorio estaba Ginés Morata enseñando cómo hacer en pocos pasos un ala de mosca. En cualquier lugar resonaban los ecos del decálogo de Vizinczey: “No te drogarás. No serás modesto. No serás vanidoso. No tendrás costumbres caras…” Y había muchos más, yo habría dicho que miles, aunque ahora no me salgan las cuentas. Tardaré en olvidar aquella Atenas de Madrid.
Estuvimos cerca de un año preparándolo. Partíamos de algunas condiciones. La primera es que La creación del mundo (un título hermoso y enteramente copiado de un antiguo libro de la escritora Patricia Gabancho dedicado al teatro) iba a ser una exhibición de la creación. Doble. Por una parte iban a estar los autores hablando de su trabajo; por la otra sus representantes en las instituciones y en las sociedades de gestión: hablando de la recompensa.
El acto creador incluye obligatoriamente la recompensa y en términos parecidos a los de Eliot: es el lector el que acaba un poema. Como es bien y tristemente sabido la recompensa del autor está en discusión en nuestro mundo. Pero no hay que engañarse. Lo que realmente se discute es la creación. Se dice que no hay creación posible sin recompensa, ciñéndose al punto de vista del autor y a su necesidad de sobrevivir. Pero esa es solamente la parte más llamativa del asunto. En realidad tampoco para el lector (por utilizar un genérico) hay creación sin recompensa. La creación gratuita destruye por igual al autor que a su lector. No hay experiencia de la creación ajena sin el pago de un precio, sin desprendimiento.
Los ladrones digitales responden a dos tipologías principales. Está el adolescente, de narcisismo despiadado, al que le importa un comino cualquier suerte que no sea la suya y que considera que todo está pagado con que él dedique un minuto de su tiempo al aprecio de una obra. Y está el coleccionista de cabezas: el que descarga en una tarde miles de piezas, y toda su experiencia con ellas acaba en el propio acto, onanista y precoz, de la descarga. Ninguna de esas dos conductas tiene nada que ver con la experiencia profunda de un lector para la cual, insisto, es imprescindible el desprendimiento. Para ser lector hay que intercambiar, hacer negocio. La mejor sección de reseñas literarias de la prensa mundial es la que hace la revista El Ciervo. Fue una idea magnífica, profunda, de Lorenzo Gomis poner el precio de los libros y al lado tres posibilidades para el reseñista: Más/Menos/Al par. La vieja sentencia castellana: Vale lo que cuesta. Sin ese paso vil no hay posibilidad de aprecio estético verdadero. Pero no siempre es el dinero. En todas las épocas ha habido gente que ha robado libros, música, que se ha colado en algún lugar en busca de algo sin lo que no podía vivir pero que no podía pagar. Bien. Sin necesidad de hacer lírica ilegal hay que reconocer que en el riesgo había también desprendimiento. Un cierto intercambio de fluidos. Hace poco me preguntaron si robar era lo mismo que compartir, aludiendo a ese sintagma de la jerga digital boy scout. Y por supuesto contesté que no: que era mucho peor compartir porque al delito añadía el eufemismo. Y la cómoda y malcriada (añado ahora) ausencia de riesgo.
El coleccionista de cabezas siempre existió. Era el que compraba los libros o los discos a metros. Ha hecho un daño comercial muy profundo, porque los libros y la música eran también objetos de consumo, sin más complicaciones que las de satisfacer pequeñas necesidades sociales. Baste un ejemplo personal de hace algunos años cuando se presentó en una fiesta de aniversario una amiga con un cajita y dos cedés donde estaba (descargada ilegalmente) toda la obra de uno de mis músicos más queridos: “Integral” –sonrió y me dijo, en absoluto consciente del nivel de desprendimiento (dicho sea en puridad estricta) al que había llegado.
Ni ese adolescente digital de vanidad hormonado ni el coleccionista de cabezas, cuya potencia ha aumentado exponencialmente por la tecnología, tienen nada que ver con la creación y su experiencia. Sin embargo, son hoy los principales protagonistas del discurso contra la propiedad intelectual. Protagonistas, que no autores. Los autores son los abogados, los ingenieros y los informáticos. Son tres profesiones imprescindibles. Y hay hombres honrados que las practican. Pero también hay adolescentes modestos y jíbaros que tallan madera. Abogados, ingenieros e informáticos se caracterizan por un desprecio ontológico por los contenidos. Al abogado la verdad le trae sin cuidado; al ingeniero de telecomunicaciones, el carácter de lo que pase por sus redes: importa el tráfico. En cuanto al hombre Google… tiene suficiente trabajo con escanear lo que ha sido la cultura humana hasta este mismo momento. ¿Qué son YouTube, Google Maps o Google Books sino ese fascinante escaneo? El estado de lo que sea la cultura humana a partir de este momento no entra dentro de sus preocupaciones elementales. Esos tres profesionales han cultivado el narcisismo adolescente con gran miramiento y le han dado herramientas al jíbaro para ampliar positivamente sus récords en absoluto culturales, sino deportivos. Y han blindado sus actividades. Y sobre todo las suyas propias como rollizos parasites business de la cultura.
Planeamos La creación del mundo para poder hablar de todo esto. Para explicar hasta qué punto no ya un grupo social, ni una industria, ni siquiera un sector de la economía está en crisis: para explicar hasta qué punto está en peligro la irrenunciable noción del progreso. Aún nos pusimos otra condición irrevocable: la necesidad de acabar con ese concepto de creatividad que se limita a las Letras y a las llamadas Bellas Artes. Baste decir que íbamos a invitar a biólogos… pero también a informáticos e ingenieros. Plenamente conscientes, como luego diría con su profundo desparpajo Albert Boadella, de que crear es siempre desvelar.
Por si fuera poco mejoró la prima de riesgo y se disolvió la prosa electoral.
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