Por eso, entre otras razones, el keynesianismo funciona peor en las naciones de acceso limitado. A John Maynard Keynes, famoso economista británico y gran funcionario, se debe la peligrosa y muy extendida conjetura de que los gobiernos, mediante la modulación del gasto público, aumentándolo (casi siempre) o disminuyéndolo (casi nunca), pueden combatir el desempleo, impulsar el crecimiento y controlar la inflación de manera permanente.
Esa proposición, avalada por el economista más influyente del siglo XX, se convirtió en la mejor coartada para abultar exponencialmente los presupuestos del Estado. ¿Qué más podía pedir un gobernante deshonesto, rodeado de colaboradores y cómplices que se beneficiaban abusivamente con cada transacción que realizaban, que colocar todas esas actividades delictivas bajo un manto intelectual de legitimidad científica? Cuanto más aumentaba el gasto público, cuanto más crecía el perímetro del Estado, más adecuado parecía su gobierno a la modernidad keynesiana.
Pero la idea central del keynesianismo –el gobierno como gran operador de los resortes económicos para evitar los ciclos de recesión– tampoco tenía en cuenta la naturaleza psicológica de los políticos y los funcionarios honrados. Éstos no se roban los recursos porque tienen cierta ética profesional, pero sí suelen gastarlos de acuerdo con sus intereses electorales. Si un congresista o un gobernador regional perciben que una inversión pública realizada en su circunscripción va a favorecer su destino político, lo probable es que la auspicien aunque no tenga mucho sentido para el conjunto de los ciudadanos. Sencillamente, no existe el bien común, sino decisiones que benefician a unos o a otros, y quienes las toman tienen sus propios intereses personales.
Fuente: Francisco Capella.
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