Auschwitz y el negacionismo. Arcadi Espada



El negacionismo tiene graves dificultades en Auschwitz. Si un hombre cualquiera se para en la solemne avenida de la muerte de Birkenau y comprueba que los trenes llegaban hasta el corazón mortuorio de la fábrica, y ese hombre pregunta para qué que no fuera la muerte fue construido todo esto, no encontrará respuesta. La respuesta al negacionismo es todo el inmenso vacío de Birkenau. Otra cosa es el primer Auschwitz, con su cartelito sobre la bondad regeneradora del trabajo y sus miramientos preindustriales. El primer Auschwitz es todavía el castigo, que incluye la muerte, desde luego. Pero en Birkenau el castigo ya se ha hecho irrelevante y el asesinato adquiere el fluido carácter de la muerte natural. El museo de Auschwitz ha de convencer a los hombres de que Auschwitz existió. El negacionismo puede que sirva al mal, pero, en realidad, se alimenta de la buena voluntad de los hombres. Cualquier representación de Auschwitz ha de incluir la persuasión del crimen, porque los hombres, en principio, no se muestran dispuestos a creer en algo que rebaja su condición de modo insoportable. Por fortuna para la verdad el vacío persuade.

No lo hacen, en cambio, los discursos. La necesidad de plantar cara al negacionismo (y de no advertir, quizá, que se niega solo) ha llevado a algunos errores estragégicos. Veamos, por ejemplo, el convoy que llevó a Aly Herscovitz de Drancy a Auschwitz. Uno de tantos, pero es el mío. Se dice en los paneles: de las 730 mujeres que salieron de Drancy, 216 fueron inmediatamente gaseadas. La conclusión sólo es una deducción, que surge de la diferencia entre las mujeres que se registraron a la salida de Drancy y las que se registraron en Auschwitz. Una deducción que no entiende de los errores posibles en el registro, de las que pudieron morir en el viaje, de las que pudieron ser tiroteadas por cualquier razón o de las que fueron gaseadas mediatamente. No hay un documento que permita decir que 216 fueron gaseadas al llegar, de inmediato. No hay prueba ninguna que permita afinar hasta el punto de 216, inmediatamente, gaseadas. El somero análisis de las fuentes presentan esos paneles como tocados por una ilusión de precisión. Una ilusión que, además, se compadece mal con la vaguedad con que otras informaciones claves se ofrecen al público. Las fotos y dibujos del campo, por ejemplo, que se atribuyen a anónimos miembros de las SS o a prisioneros. Y de las que no consta en el museo mayor información sobre el camino que recorrieron antes de llegar a los ojos del espectador deslumbrado. Pero ya digo que está la soledad culpable de Birkenau. La evidencia de que habiendo desaparecido la muerte no queda nada.

En cuanto a mí, llegué a Auschwitz y cierto de que subió a un tren que se detuvo aquí pregunté por Aly Herscovitz.



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