ARTÍCULO:
El Gobierno, noqueado y aturdido tras estamparse contra el muro de la realidad cuya existencia negó hasta el último segundo de su alocada y acelerada carrera a bordo del cohete del gasto público, ha decidido volver a decirse, desdecirse y contradecirse.
Esta vez el tema ha sido el copago sanitario. En pocas horas, la ministra de Sanidad y Política Social, Trinidad Jiménez, ha lanzado un globo sonda sobre la conveniencia de la introducción del copago para, poco después, pincharlo ella misma y quién sabe si meterlo en el BOE en próximas fechas. Según Caros Ocaña, el Gobierno estudió la introducción del copago como una de las posibilidades dentro del plan para recortar el déficit público, pero lo descartó, de momento.
El problema aquí es el mismo que los españoles estamos descubriendo que tenemos en tantos sectores. Nos creímos los cantos de sirena de una sanidad universal, gratuita, igualitaria y de calidad, hasta que nos dimos cuenta que el supuesto derecho social no era más que una fantasía (a)social y generadora de un enorme déficit que la convierte en insolidaria en el plano intergeneracional.
La idea del copago o del ticket moderador surge de una triple circunstancia: el sistema sanitario público acumula un déficit de algo más de 11.000 millones de euros, los españoles vamos mucho más al médico y a urgencias que nuestros vecinos europeos, y la gestión de los recursos es caótica. Las administraciones públicas nunca han sido especialmente habilidosas en cuestiones logísticas y, en esta ocasión, las listas de espera están ahí para dar testimonio aséptico.
Además, cuando el precio por el uso del servicio es cero, la demanda se aproxima a infinito, aplastando la calidad del servicio y/o catapultando el coste. De seguir por esta senda, en el contexto de una sociedad que se va envejeciendo, el déficit alcanzaría, según McKinsey, los 50.000 millones de euros en diez años.
El problema de fondo es que se ha desvinculado al cliente del servicio del pago de la prestación por culpa de la interposición de un tercer agente que primero pone el precio que le viene en gana, luego te lo quita mediante impuestos y, por último, lo gasta sin responsabilidad en un entorno en el que el cálculo económico se vuelve hace casi imposible.
El problema es, por tanto, ese modelo coactivo, universal, gratuito e igualitario que, impuesto en cualquier otro sector, calificaríamos de colectivismo trasnochado. Y un sistema que no funcionó para algo en apariencia tan sencillo como tener llenas las estanterías de los supermercados no va a hacerlo cuando de lo que se trata es de dar con la correcta combinación de recursos, de entre las múltiples posibles, para satisfacer la compleja y variada demanda médica de los pacientes. Nuestros políticos no paran de repetir que este modelo es el orgullo de la nación, pero el 85% de aquellos ciudadanos a quienes se les da la posibilidad de elegir si desean recibir la prestación pública o privada (básicamente, los funcionarios) deciden que sea privada.
Balón de oxígeno
Para intentar contener el efecto financiero de un sistema fantasioso e irresponsable, el Gobierno se plantea ahora una tasa o copago para desincentivar el uso de los servicios, así como volver a reducir a golpe de decreto los precios a sus principales proveedores y seguir prohibiendo la información de las empresas farmacéuticas a los pacientes, no vaya a ser que estos se enteren de la existencia de alguna nuevas medicinas, que suelen ser buenas, bonitas pero no muy baratas. Pero esta tasa sólo es un balón de oxígeno a un sistema que necesita una cirugía por obesidad mórbida. El problema de fondo es que hemos eliminado la libertad y la competencia en un sector crucial.
En algunos lugares en los que los políticos se consideran muy liberales, han recurrido a la gestión privada de hospitales dentro del sistema público de salud, sin darse cuenta de que la medida supone tirar la pelota un poco más adelante y contribuye a la muerte por asfixia del ejercicio libre de la profesión médica y de los establecimientos médicos verdaderamente privados. Donde el paciente no puede decidir qué recursos está dispuesto a dedicar a ofertas médicas que rivalizan por su demanda, no hay posibilidad de una verdadera competencia ni de un uso racional de los recursos.
La existencia de personas pobres que no pueden costearse un seguro médico es una justificación cutre de la colectivización ruinosa de la medicina, equivalente a colectivizar la alimentación con la burda excusa de que, de lo contrario, habría quien no pueda pagarse la comida a fin de mes. La solución al problema concreto de casos excepcionales no puede determinar el modelo en el que se obligue a entrar al resto de la sociedad. El Estado tendría, en todo caso, que dedicarse a garantizar la provisión de los servicios médicos a esos casos excepcionales.
Si realmente queremos solucionar este desbarajuste y el problema financiero al que conduce, devolvamos a los ciudadanos el enorme volumen de impuestos que se les quita para pagar un sistema médico forzoso, démosle libertad de elección con su dinero, saquemos al Estado de la medicina y abramos el mercado a la competencia. La sanidad se convertiría en un enorme polo de atracción de inversiones, de innovación, de generación de riqueza y de empleo, como ocurre allí donde este sector es libre.
Necesitamos un copago, sí. Un copago del 100% que convierta al paciente en el soberano del mercado médico, y la devolución de los impuestos que van a financiar este enfermizo y deficitario sistema público de salud.