Totalmente de acuerdo con su planteamiento.
ARTÍCULO:
Querido J:
Matt Ridley acaba de publicar un libro. Apreciarás que te lo diga. Se llamará cuando lo traduzcan El optimismo racional: cómo evoluciona la prosperidad. Un párrafo del Guardian expone la profecía de Ridley: «La prosperidad se extiende, la tecnología progresa, la pobreza disminuye, la enfermedad se repliega, la violencia se atrofia, la libertad crece, el conocimiento florece, el medio ambiente mejora y la tierra salvaje se expande». Al mismo tiempo el autor se interroga en el Guardian: «Por razones que no comprendo del todo, parece ser más inteligente negar con la cabeza cuando los otros aplauden. Tendemos al dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y no lo fue. Las obras de Jane Austen, muy bonito, el siglo XIX, sí. Pero la mayoría no podríamos ni acercarnos al salón de baile. Y si hubiésemos podido, el olor corporal hubiese sido terrible.»
Ridley es uno de mis hermanos de tinta. ¡El olor corporal! Yo ni siquiera tengo que ir al XIX. Me basta acercarme a alguna película de Bacall y Bogart para que el tufo de tabaco y dispepsia me estropee alguno de aquellos cabarets en blanco y negro, tan hermosos. Ridley no comprende el prestigio del pesimismo; yo tampoco. Decía hace unos días el ex alcalde de Florencia, científico y escritor de mérito: «Hay dos botones que provocan en el ser humano una respuesta inmediata: el del miedo y el de la esperanza». De acuerdo, por supuesto; pero no se comprende la decantación por el miedo. El miedo debería ser algo así como el valor: un sobreentendido, algo que no mencionan las personas educadas. Es notorio que la vida acaba mal. Sé que en su forma desbocada y moderna la decantación pánica tiene que ver con el periodismo, con su triunfo apoteósico; pero no me basta con decirme que mi oficio sólo aprecia el drama y la tragedia. Sí tengo comprobadas algunas curiosidades marginales. Como esta de que los periódicos muy subordinados celebren con euforia, y sin asomo de espíritu crítico, cualquier mínimo éxito del establishment mientras reservan una lúgubre y cazurra mala cara a las grandes hazañas de la ciencia. Debe de ser algo así como la coartada metafísica. Pero más allá de estas aproximaciones creo que algo se me escapa en la relación entre el periodismo y pesimismo.
El último ejemplo lo hemos tenido con la célula de Venter. El estreñimiento ha sido general, sorprendente. Hasta el punto de que el Vaticano ha tenido que alzar muy poquito la voz: le han hecho todo el trabajo. En el caso de la célula actúa un fantasma muy conocido, que es el de la eugenesia nazi. Un asunto que requeriría incluso más matizaciones que las que le dedica Michael Shermer en el excelente capítulo sobre el negacionismo de ¿Por qué creemos en cosas raras? Pero que, en cualquier caso, es instructivo comparar con el proyecto, similar por más que no actuara sobre los genes, del comunismo. La intervención biológica siempre es sospechosa de nazismo; pero la intervención cultural siempre es inocente, por más que haya de cargar con el sanguinario fracaso de la creación del Hombre Nuevo.
Sólo conozco, por el momento, las reseñas de prensa; pero la tesis de Ridley para explicar el éxito del hombre como especie y su brillante porvenir se resume en una palabra: intercambio. En lo que llama la vida sexual de las ideas. Si el Neanderthal se quedó en un pliegue del tiempo no fue por causas biológicas: al fin y al cabo tenía un cerebro de mayor tamaño que el del homo sapiens. La causa, según Ridley, fue que no intercambió sus conocimientos. No puedo opinar, todavía, sobre la solidez de la tesis; pero sé, por un extremo del tiempo, que el miedo de dios fabricó Babel; y por el otro, que la profecía de Ridley tiene en internet a su mejor aliado. La prueba es, justamente, la síntesis entre la lengua y la superficie digital. No hay semana que los periódicos no traigan una nueva majadería altisonante sobre la voracidad de google. Da igual que hayan pillado a una dama en sostén en una calleja de Beverly Hills como que hayan quebrantado por dos horas los derechos de autor del primer poeta en lengua osetia al volcar en la red sus doce poemas póstumos. Grandes algaradas. Por el contrario lo que google, lo que la googlisation, está haciendo por la vida sexual de las ideas merece una atención infinitamente menor.
A veces no sólo hay desatención sino sarcasmo, como el que reciben muchas notas periodísticas sobre el traductor de google, que éste sí, y no las enfermedades que trata, merece el privilegio de ser nombrado Patrimonio de la Humanidad. No sólo google. La otra tarde bajé al iPhone una aplicación llamada Jibbigo. Es casi inconcebible. Te pones el micro pegadito a la boca, le dices en español claro y recio «El mundo mejora» y la máquina lo graba, lo reproduce y lo escribe en español… y en inglés: «The world improves». No trabaja con frases preprogramadas y tiene un diccionario de 40.000 palabras. En principio la cosita funciona para que salgan del paso y mejoren sus frágiles rudimentos viejos merluzos como yo que no saben inglés. Pero cuando piensas que Jibbigo acaba de sacar una versión del ingenio emparentando el inglés de América y el principal dialecto iraquí, la cosita pasa a cosa. Una cosa es el turismo y otra la invasión. Y aún otra es la vida sexual de las ideas y muy otra la supervivencia. El reconocimiento de voz automático y su inmediata traducción a cualquier lengua es todavía muy imperfecto, pero ya permite poner en contacto grandes volúmenes de información con un gran número de personas. Pura fecundación Ridley que debe sumarse a la que ya procura la red entre personas de la misma lengua. El otro día mi amiga Eugenia Codina me enviaba un gráfico de la Bbcsobre la extensión de internet en el mundo. Hay cifras impresionantes, y las cojo al azar. Holanda, por ejemplo. 17 millones de habitantes y 14 millones conectados. ¡Casi todos los holandeses! Es cierto que África va muy por detrás: pero en dos años Níger ha aumentado en un cien por cien sus usuarios. Y, en fin, América: 309.349.000 habitantes y 230.630.000 conectados.
Las estadísticas continuarán repitiendo que los niveles de felicidad humana no se mueven al compás del progreso. Cada tanto se publican esa líricas derramas que demuestran, ¡números en la mano!, que en el Medellín de Pablo Escobar los hombres no eran menos felices que en la Rue Jacob de París. Ah, ah. Esta frase de Marcus, en su Kluge, al hilo de los famosos experimentos de Festinger: «Hacemos cuanto está en nuestras manos para sentirnos felices y cómodos con el mundo, pero estamos más que dispuestos a mentirnos si la verdad no coopera.» Lo que realmente me impresiona de esas estadísticas es que las sociedades civilizadas aún conserven hombres felices. Habiendo dejado de creer en dios y habitantes de un mundo que cada día cuesta más dejar.
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