El contador de cuerpos

Tina Rosenberg.


Traducción de Iñigo Valverde.





La coreografía de una típica investigación sobre cuestiones de los derechos humanos es la siguiente: los investigadores entrevistan a las víctimas y a los testigos y redactan su informe. Los medios de comunicación locales lo cubren – si pueden. A continuación, los acusados lo refutan; no quedan más que unos relatos, es la palabra de unos contra la de otros, las fuentes son parciales, las pruebas manipuladas. Y se estanca la cuestión.
El 13 de marzo de 2002, en un tribunal de La Haya, ocurrió algo diferente. En el juicio de Slobodan Milosevic, Patrick Ball, un estadístico americano, presentó unos números para apoyar la alegación de que Milosevic había seguido una política deliberada de limpieza étnica. «Hemos encontrado pruebas coherentes con la hipótesis de que las fuerzas yugoslavas obligaron a la gente a abandonar sus casas, expulsaron por la fuerza a los albano-kosovares de sus hogares, y causaron muertes de personas «, dijo Ball.
Ball hizo esta declaración en el interrogatorio al que lo sometió el abogado de Milosevic, que era, de hecho, el propio Milosevic. Durante dos días, el ex presidente de Yugoslavia utilizó su tiempo atacando a Ball con que las pruebas habían sido manipuladas. Las organizaciones que habían recopilado los datos eran anti-serbias y trataban de «galvanizar la opinión pública y amplificar la hostilidad contra los serbios y el deseo de castigarlos», insistió Milosevic. La guerra es el caos, dijo – ¿cómo se puede ser tan simplista como para pensar que los resultados tienen una sola causa? ¿Por qué no analiza usted los flujos de refugiados serbios? ¿Cómo puede usted, alguien que se describe a sí mismo como partidario del Derecho internacional, considerarse objetivo?
Estos eran los argumentos habituales. Rara vez convencen, pero su mera existencia establece un contrapeso a las acusaciones formuladas por grupos de derechos humanos: una persona que se plantea argumentar que es su palabra contra la nuestra tiene ahí algo a lo que agarrarse. Pero Ball ofreció unas pruebas mucho más consistentes que las entrevistas con los albaneses que habían huido de sus aldeas. Había obtenido los registros de las fronteras de Kosovo donde se reseñaban las personas que se habían ido y cuándo lo habían hecho. Tenía datos de las exhumaciones y una gran cantidad de información acerca de los desplazados. En dos palabras, tenía números.
Tradicionalmente, el trabajo en relación con los derechos humanos venía siendo más parecido al periodismo de investigación, pero Ball es el más influyente de un pequeño grupo de personas a escala global que ven el mundo no en términos de palabras, sino de cifras. Su especialidad es la aplicación de un análisis cuantitativo a montañas de anécdotas, la búsqueda de correlaciones que organicen un relato de forma que no pueda refutarse fácilmente.
¿Podrían haberse efectuado los movimientos de refugiados al azar? No, dijo Ball. Había analizado también las muertes de los kosovares y encontró que ambos fenómenos se habían producido en los mismos momentos y en los mismos lugares – desplazamientos y muertes, mano a mano. «Recuerdo muy bien el momento de asombro que sentí cuando vi el gráfico de muertes por primera vez», dijo Ball a Milosevic. «Yo mismo pensé que había cometido algún error, al ver que la correlación era tan estrecha».
Algo había provocado los dos fenómenos, y Ball examinó tres posibilidades. En primer lugar, las oleadas de muertes y desplazamientos no ocurrieron durante o poco después de los bombardeos de la OTAN. Tampoco eran coherentes con las pautas de ataque de los grupos guerrilleros albaneses. Eran coherentes, sin embargo, con la tercera hipótesis: que las fuerzas serbias llevaban a cabo una campaña sistemática de asesinatos y expulsiones.
En su testimonio, Ball estaba haciendo algo con lo que otros trabajadores de derechos humanos sólo pueden fantasear: se enfrentó al acusado, lo puso frente a la evidencia, y lo vio rendir cuentas. A aquellas alturas, Milosevic, en sus cuatro guerras, había matado a unas 125.000 personas, más que nadie en Europa desde Stalin. Pero ahora el carnicero de los Balcanes se sentaba en una sala que parecía más bien un aula de un instituto de segunda enseñanza, con dos agentes de policía holandeses detrás de él y su celda esperándole al final de la sesión de cada día, con bravatas retóricas como única arma disponible contra los testimonios de Ball.
Milosevic murió antes de que finalizara el juicio. Ball volvió a Washington y luego pasó a Lima para trabajar para la Comisión de la Verdad y la Reconciliación del Perú – una de las docenas de comisiones de la verdad, tribunales y organismos de investigación donde sus métodos han cambiado nuestra comprensión de la guerra.
BALL tiene 46 años, corpulento, no muy alto y con barba, con gafas y el pelo de color castaño rojizo, que solía recogerse en una cola de caballo. Su actitud es más bien la de un friki entrañable. Pero es también un apóstol, un verdadero creyente en la necesidad de tener una visión real de la historia, de decir la verdad sobre el sufrimiento y la muerte. Como todos los apóstoles, puede impacientarse con las personas que no comparten sus prioridades; su dificultad para aguantar a los tontos (un grupo extenso, al parecer) no siempre es una ayuda para su causa.
Ball no tenía intención de convertirse en un estadístico de los derechos humanos. En la década de los 80, antes de hacer el doctorado en la Universidad de Michigan, se involucró en las protestas contra la intervención de la administración Reagan en América Central. Hizo algo más que protestar – se dirigió a Matagalpa, Nicaragua, a la cosecha de café, en la época sandinista. Odiaba el trabajo y en su lugar construyó una base de datos en la cooperativa cafetera para llevar el control del inventario.
En 1991 aplicó por primera vez las estadísticas a los derechos humanos en El Salvador. La Comisión de la Verdad de Naciones Unidas para El Salvador se creó en un momento favorable – la nueva práctica de recopilar información exhaustiva sobre los abusos contra los derechos humanos coincidió con ciertos avances en materia de computación que permitieron a personas que disponían de ordenadores personales corrientes organizar y utilizar los datos. Los estadísticos habían hecho ya mucho trabajo sobre los derechos humanos – personas como William Seltzer, ex jefe de estadística de las Naciones Unidas, y Herb Spirer, profesor y mentor de casi todo el mundo en ese campo hoy en día, había ayudado a las organizaciones elegir el método de análisis correcto, había desarrollado maneras de clasificar a los países en varios índices, y había descubierto la manera de medir el cumplimiento de los tratados internacionales. Pero el problema de contar y clasificar testimonios masivos era algo nuevo.

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